Ya podía la Unión Europea haber apretado antes al Gobierno español con el ultimátum para que arreglase lo de las pensiones. No habríamos tenido que esperar tanto a que alguien tomara medidas para tapar el agujero y, según dicen, asegurar "el futuro de las pensiones". Medidas al margen del Pacto de Toledo, por real decreto, deprisa y corriendo, acogidas por la ciudadanía con una mezcla de desinterés y resignación muy diferente de la indignación de los franceses porque les han subido la edad de jubilación a 64 años.
Admito que soy incapaz de valorar si el plan del ministro Escrivá aprobado por el Gobierno es bueno o malo –hay una cosa que no me gusta que luego comentaré– y, sobre todo, si será suficiente para cuando los boomers nos jubilemos. Hay un interesante debate público al respecto entre estudiosos de la materia. Ser experto en pensiones es aún más difícil que ser experto en quiebras bancarias, así que dejo la valoración a los tertulianos.
Solo apuntar que la música de Escrivá suena un tanto fúnebre, como era de esperar porque el creciente déficit de la Seguridad Social no nos lo va a pagar la Unión Europea. Vista la pirámide poblacional española, sorprende –los boomers no nacimos ayer– que hayan tardado tantos años en tomar medidas.
El resumen es que quienes hoy tenemos la suerte de tener un trabajo cotizaremos más y recibiremos menos. Una drástica medida, y esto sí me parece mal, de la que se han librado todos los que se han jubilado en los últimos lustros, que con un poco de previsión gubernamental podrían haber contribuido al sostenimiento de sus hoy insostenibles pensiones.
A quienes seguimos trabajando ya nos están descontando en la nómina el nuevo impuesto conocido como MEI (Mecanismo de Equidad Intergeneracional), que se confunde con la retención de toda la vida pero es diferente porque no formará parte del cálculo de la futura pensión. Es un impuesto. Las rentas altas, además, pagarán la llamada "cuota de solidaridad", que tampoco entrará en el cálculo de su futura pensión, y verán elevada su contribución por el aumento de sus bases de cotización, sin que la pensión máxima suba en la misma proporción.
Esta es la parte pequeña del sacrificio, la del trabajador. La gorda la sufrirán los empleadores, porque cada uno de estos recargos lleva aparejada la cuota empresarial, que es muy superior. Escrivá nos lo calcula en horas de trabajo para que parezca poco dinero, apenas unos céntimos, pero calculado en meses y multiplicado por el número de trabajadores, es dinero. Un dinero que servirá, según el ministro, para equilibrar el presupuesto de la Seguridad Social, deficitario desde 2011, y luego para ir llenando la ‘hucha’ de las pensiones.
La mala noticia es que este incremento de cotizaciones no se traducirá en una mayor pensión contributiva, ya que esta se calculará sobre la base de lo que coticemos sin contar los nuevos impuestos. Eso sí, se garantiza que las pensiones se revalorizarán cada año lo mismo que el IPC, garantía de la que no te puedes fiar por la cantidad de críticas que ha recibido y porque es una decisión que toma cada año el gobierno de turno.
Antonio Garamendi (CEOE) ha cargado contra la reforma de Escrivá por el aumento de costes laborales que supone para las empresas, que, según dijo, afectará al empleo. La patronal siempre está en contra de cualquier impuesto nuevo que tengan que pagar las empresas. Ya pueden estar los hoteles y pisos turísticos de València a reventar, que nunca admitirán la tasa turística, y eso que no la pagarían ellos, sino el turista al marcharse.
La otra forma de equilibrar las cuentas de la Seguridad Social era vía Presupuestos Generales del Estado detrayendo gasto de otras partidas, como se venía haciendo. Y una tercera, crear un impuesto general al margen de la Seguridad Social en lugar de hacerlo recaer sobre las nóminas de los trabajadores. Es decir, que los jubilados de rentas altas –algunos con pensiones de más de 3.000 euros– ayudasen a sostener un modelo cada vez menos contributivo que en la mayoría de los casos les da más de lo que ellos aportaron. Me parecería justo.
Más inteligente que la de Garamendi me parece la postura de Juan Roig, al que el otro día le preguntaron por esta reforma de las pensiones en la rueda de prensa de resultados de Mercadona. Tras proclamar que para él "pagar impuestos es un orgullo y ganar dinero también", dijo que lo de las pensiones son decisiones políticas en las que no iba a entrar, pero advirtió de que todo lo que suponga más carga para las empresas "automáticamente" se traslada a los precios de venta: "Si subes impuestos, eso en los precios finales de los productos se nota; se subió el plástico y han subido los precios; se subió el coste por el bienestar animal, con los huevos y las gallinas, que está muy bien, pero han subido los huevos...".
Hablando del precio de los alimentos, tanto Roig como el director general de Anecoop, Joan Mir, han hablado esta semana de este problema y de sus múltiples causas, que se resumen en que cuando aumenta la demanda y/o se reduce la oferta, hay poco que hacer para evitar la subida de precios. Y si además suben los costes, nada que hacer. Si China se da un atracón de cerdo español, como está ocurriendo, suben los precios del cerdo; si hay plagas y una mala cosecha, como las ha habido, suben los precios de frutas y verduras; y si se dispara el coste del transporte, suben los precios de todo. La buena noticia es que si llegamos a 30 grados en marzo y se adelanta la cosecha de algunas verduras, aumenta la oferta y bajan los precios, como vaticinó Mir que va a ocurrir próximamente.
La única medida eficaz, no para bajar los precios sino para que la gente que no llega a fin de mes pueda abastecerse, parece ser la de la cesta básica de la compra con un precio ajustado, como han hecho en Francia. Una medida sobre la que Roig advirtió que solo se puede hacer de dos formas: bajando la calidad o cargando la 'pérdida' en otros productos. Que es, probablemente, lo que estén haciendo los supermercados franceses.