Seis. Son aproximadamente los metros de eslora de las pateras más pequeñas que llegan a las costas de la provincia de Alicante. Un espacio mínimo y sospechoso en el que se embarca, generalmente, una decena de personas que cruzan el Mediterráneo desde Argelia, a veces desde Marruecos, con la intención de llegar a Europa. Seis metros suficientes en los días de buena mar, moleculares cuando se embravece. Seis metros en los que caben apenas cuerpos, esperanzas, un terror casi insufrible, un motor y algún que otro bidón de agua. Seis metros que recorren cientos de kilómetros sin necesidad de que alguna nave nodriza los tenga que acercar hasta un punto indeterminado entre la nada y el espanto. Nadie que no esté absolutamente desesperado se sube a un bote de seis metros para otra cosa que no sea pescar doradas cerca de la costa o abordar una embarcación más grande, fondeada en un punto indeterminado entre la bahía y el atardecer. Seis metros. Diez personas. Y un trayecto en el que, con suerte, acabas exhausto.
Veintidós. Son los cadáveres que dejó tendidos en un supermercado el autor de la masacre de El Paso, Texas. Veintidós personas que cruzaron una frontera o que nacieron en el país al que llegaron sus antepasados tras cruzar una frontera en la que nadie les esperaba. Desierto, aguas bravas y noche cerrada. Nadie que no esté absolutamente desesperado se enfrenta a los coyotes, humanos o cánidos, a los rangers de Texas, al hambre, el frío y las sombras. Nadie que no haya tenido la vida encarrilada desde que nació -no hacen falta fortunas, basta un techo y comida diaria- puede pensar que las fronteras se cruzan con un plan criminal, por venganza, por avaricia o, ni siquiera, por el perverso dictado de cualquier dios. Veintidós muertos en El Paso son la silueta macabra que desdice a todos los que puedan pensar que los inmigrantes llegan a destino con un cuchillo entre los dientes y una misión suicida entre los papeles del bolsillo.
Decenas. Cifras aún pendientes de terminar de coser las estadísticas de este verano de locos y bochornos. Sigue el goteo de ahogados en las playas de la provincia. Muertos temerarios, imprudentes o despistados. Muertos que se empeñan en disfrutar hasta el último segundo de sus vacaciones en remojo. Muertos que no saben leer los carteles de prohibición, las banderas rojas o las rutas del mar de fondo, porque han venido a bañarse y tomar el sol. Muertos que desconfían de la fuerza del mar, que desprecian el ritmo de las olas. Muertos que no saben calcular su edad, la capacidad de sus pulmones o de su corazón, a la hora de entrar al mar, algo tan fácil. Y menos a la hora de salir, en la que siempre se esconde un laberinto aunque sea de parvulario. Porque el mar es brutal desde la orilla. Es implacable cuando no se avista tierra. Es un enigma y una habitación con cerrojos que no se ven. Nadie que no esté absolutamente desesperado deja la tierra firme para adentrarse en un medio que le puede matar. Para el que no estamos diseñados. En el que no flotamos ni podemos respirar. Una zanja de horizontes llena de muertos que no son suyos ni nuestros, sino de todos. Como el mar.
@Faroimpostor