Con los años acabas cogiendo la costumbre de no dormir cuando toca. Añadámosle una Coca-Cola que te tomas para contrarrestar la modorra de los antihistamínicos perceptivos de esta primavera anticipada y tienes una combinación perfecta.
Ese chute de cafeína, inyectado en el coctel de un premio literario donde te encuentras con políticos amigos y contrarios (términos en política perfectamente compatibles, combinables y casualmente nada contradictorios), te permite estar ágil y rápido para hablar con ellos de cualquier tema, menos de política seria lógicamente, ni de literatura, mas lógicamente aun. Evita la ocasión y evitaras el peligro.
Llegan las tres de la madrugada y esa cafeína dice ”aquí estoy yo”, ojos como platos y enorme lentitud del paso del tiempo en la oscuridad total de la habitación. Caes en la tentación, coges el móvil y es ahí cuando ya no es la cafeína la causa de tu desvelo sino la cruda realidad.
Comienzas a ver noticias sobre la invasión, a recordar imágenes que has estado viendo. Ves, a pesar de la profunda oscuridad, madres con niños asustados, desconcertados y ateridos de frio huyendo y preguntándose por qué su padre se ha tenido que quedar, por qué les han destrozado su casa y se han tenido que resguardar en un sótano. Ves y escuchas a gente normal, gente que no ha empuñado en su vida un arma, dispuesta a ir al frente y a defender con las manos su ciudad o su pueblo. Ves gente que hace una semana tenía una vida normal y de golpe se cae su mundo. Ves al soldado ruso capturado, un niño, tembloroso hablando con su madre, sin saber que hace ahí, consciente de que su futuro ya no existe, que todos sus proyectos se han acabado y sigue preguntándose por qué. Ves ciudades destrozadas que después habrá que reconstruir, millones desperdiciados en armamento y destrozos que podrían servir para paliar otros desastres inevitables.
Recuerdas a amigos, desesperados, pensando en esos niños que en su día acogieron y de los que no saben nada o si hablan con ellos están aterrorizados, llegando su desesperación y miedo al punto que deciden marchar a por ellos sin pensar en las posibles consecuencias.
Empiezas a pensar en ti mismo y en tu entorno, en el mundo que les estamos dejando a nuestros hijos, en el esfuerzo que has hecho, y ellos más todavía, para que tengan un futuro y una vida mejor que la que tu has tenido, igual que hicieron tus padres, y te das cuenta de que no va a ser así.
Piensas en las terribles consecuencias que todo esto nos va a traer en vidas humanas. En las consecuencias económicas, de convivencia y de una vuelta de tuerca más en la degeneración humana.
Caes en la cuenta de que tu futuro, e incluso tu vida depende de que a alguien se le ocurra apretar un botón.
Te vas acelerando poco a poco y ves que el mundo sigue moviéndose por la ambición, la codicia, la lucha por el poder sin más argumento que el poder por el poder. Compruebas, una vez más, que la maldad y la perversión existen y que no hay armas suficientes para luchar contra ellas.
Quieres pensar que toda esa visión caótica de la realidad está causada por la oscuridad de la habitación y que las largas horas de insomnio lo acrecientan todo. Intentas relajarte, te das la vuelta, abrazas a tu pareja y te viene a la cabeza esa cursilada de “el mundo se desmorona y nosotros nos enamoramos”.
Empieza a entrarte cierto sopor y entonces…. es cuando suena la alarma. Son las siete y, sin saber por qué, vuelves al cine y se te ocurre decir, con todo el dolor del mundo, Good morning Ucrania.
Rafa Congost