ALICANTE. La última vez que se celebraban Fogueres, en 2019, se cumplía el 91º aniversario de estas fiestas que, década tras década, se han consolidado como piedra angular de la idiosincrasia de la ciudad de Alicante. Sin embargo, tal y como recuerda Jorge Payá en este diario —donde realiza otra de sus inestimables inmersiones en la historia a las que nos tiene acostumbrados en Alicante Plaza—, el escritor alicantino Rafael Altamira describía ya en 1910 cómo la noche de San Juan era todo un acontecimiento en la terreta. La música, la pirotecnia, el fuego de las hogueras junto al mar y la gastronomía típica conformaban la fiesta popular más esperada, y no tardó en hacerse algo transversal que recorrería cada barrio.
Mucho ha cambiado la fiesta desde entonces, pero siempre ha mantenido la esencia. Año tras año se ha ido superando. Incluso en los momentos más difíciles, como estos dos años de parón que han dejado tiritando a los sectores más ligados a estas celebraciones. Comisiones, artistas, empresarios y administraciones públicas han puesto toda la carne en el asador para mantener viva la llama, conscientes de que dejar perder a esta ciudad su tradición más arraigada habría sido como dejarla sin alma.
Alicante ha estado a la altura. Este parón ha servido para analizar, reflexionar y enmendar errores. En definitiva, para fortalecer un puntal básico de identidad. Por un lado, la Federació de Fogueres ha puesto en marcha un nuevo calendario para los eventos previos a los días grandes de la fiesta que le ha permitido revitalizar a las comisiones y ser más eficiente. Por otro lado, el Ayuntamiento de Alicante ha aprobado por unanimidad la primera ordenanza de fiestas de su historia para regular mejor la seguridad y la convivencia. Además, los artistas han sacado fuerzas de donde no las tenían para mantener firme su vocación y poder sacar en 2022 sus monumentos.
Los muebles se han salvado. La fiesta ha resistido. Este año, como todo el mundo pregona, han sido por fin las «fiestas del reencuentro». Esas hogueras, hasta ahora encerradas, han abandonado los talleres para colocarse de una vez donde debían, con dos años de retraso y con el objetivo necesario e ineludible de quemar para renacer. Sin embargo, ese es el momento clave. El día de la cremà, cuando se pone de nuevo el contador a cero. Es entonces cuando hay que recordar lo que ha tenido que pasar para llegar hasta ahí, porque hay quien ha resistido el golpe del naufragio, pero puede morir en la orilla.
El gremio de artistas, los artífices de aquello que da nombre a esta fiesta, ya ha dicho que no puede más, y tampoco lo puede gritar más alto: tan solo son treinta y cinco agremiados. La estocada final puede ser esta inflación desbocada, y es que en esta ocasión se han podido mantener los proyectos megalómanos estipulados hace ya tres años, pero alertan de que esas expectativas serán inalcanzables el año que viene con unos presupuestos similares. Además, avisan de la ausencia de relevo generacional y de las dificultades que encuentran para crear los que sí sienten ‘la llamada’. La tiranía de unas tendencias o modas que cada vez son menos moda: inamovibles, dejando de lado la vanguardia y ese espíritu atrevido y experimental que ha caracterizado siempre a esta disciplina artística.
Todos nos felicitamos por la plantà, que ha sido histórica, pero lo importante empieza tras la cremà. Prestemos atención a la hoguera: el centro de la fiesta, su esencia, el alma de esta ciudad.