VALÈNCIA. El otro día escuché a una locutora presentando a un grupo cuya música describió así: “Su estilo es pop-rock, indie...” Lo más probable es que estuviese repitiendo la información que el propio grupo ha escrito para el texto informativo que distribuye entre los medios. Siempre me pareció que el término pop-rock encarnaba ese temor que persigue siempre a quienes tocan guitarras eléctricas: “Puede que haga canciones melódicas, pero mi música es rock”. Cuando haces rock, la energía se valora por encima de todo. Como si el rock no fuese un compendio de fuerzas que va más allá de la mera visceralidad. Desde que los Beatles existen, el pop y el rock pueden ser la misma cosa, es decir, pueden convivir en el mismo disco o en el repertorio de una banda. Ahora, rizando el rizo, se apela a la etiqueta indie como si fuese otro estilo más que añadir al saco. Como si el indie que se hace en España no fuese más que el pop-rock de toda la vida. Música que apenas tiene ya algo que ver con lo que significaba ese término, indie, cuando nació en Inglaterra a finales los setenta.
La etiqueta indie empezó a aplicarse en este país a principios de los noventa cuando una nueva generación de bandas surgió para recoger el testigo de la generación anterior, la de la llamada movida. Ese indie operaba al margen de la música establecida y eso significaba que, en general, aportaba una alternativa. Los Planetas, Australian Blonde, El Niño Gusano. Señor Chinarro y tantos otros reivindicaban el ruido, el absurdo, las influencias de sus coetáneos anglosajones de los cuales aprendían buena parte de su fondo y forma. Grababan para sellos pequeños -Elefant, Subterfuge, Acuarela- y cumplían a rajatabla con el requisito principal de la etiqueta, al menos en sus primeros días: trabajaban con discográficas independientes, es decir, con sellos creados con pocos medios, cuyos responsables invertían en la música en la que creían. Si ellos no hubieran publicado esos discos, probablemente nadie más iba a hacerlo, y menos aún las grandes compañías españolas, que en aquella época preferían apostar por productos más tradicionales y fáciles de vender. A una persona que esté entre los cuarenta y los sesenta años, esta explicación le debe resultar un tanto ociosa. Uno de los problemas con los que se enfrenta la música pop anglosajona para preservar su hegemonía en países como el nuestro es este, la distancia cada vez mayor entre el significado original de un término y el que tiene actualmente. La mayoría de la gente que habla de indie no sabe quiénes fueron El Niño Gusano, menos aún los Buzzcocks.
En el Mánchester de 1977, los Buzzcocks inventaron sin querer –y sin que se les mencionase como tales- el término indie cuando sus cuatro miembros pidieron dinero prestado para registrar y editar el single Spiral Scratch. Más independiente que eso, imposible. Ahí residían las principales premisas del asunto: yo grabo las canciones, diseño y monto la portada, meto el disco dentro, lleno varias cajas con todos los ejemplares que he fabricado y los distribuyo por las tiendas de discos que conozco. El llamado D.I.Y., do it yourself, que quiere decir hazlo tú mismo. El punk era una tendencia que, por su agresividad implícita, generaba rechazo en la industria musical. La única manera que tuvieron Buzzocks y luego otras muchas nuevas bandas y artistas, fue fabricar sus propios discos. Cuando se produce un relevo generacional como este, eso implica la existencia de un público nuevo, un público que, en este caso, quería escuchar a bandas como Buzzcocks. Empezaron a nacer sellos autogestionados que se especializaron en sacar música de nuevos grupos.
La londinense Rough Trade, que se convirtió en el modelo de muchas otras pequeñas marcas que vinieron después, editó discos de grupos innovadores como The Fall y Scritti Politti. A partir de 1978, en cada ciudad apareció un sello diminuto que daba salida a artistas locales: en Liverpool se fundó Zoo, en Bristol apareció Y; en Mánchester nació Factory, y en Glasgow, Postcard. Este último proporcionó un arquetipo sonoro que devolvía al rock a una especie de nueva adolescencia, con guitarras anémicas, ritmos atropellados y melodías impecables. Orange Juice, Aztec Camera, Josef K, The Go-Betweens pasaron a representar el modelo de sonido indie. Sin embargo, era la libertad creativa lo que se identificaba con la etiqueta, que estaba representada por diversas propuestas musicales que iban más allá del rock y las guitarras.
Si existió un grupo que represente la eclosión del indie británico de los ochenta, esos fueron The Smiths. No fue la música ni el modo en que tenían de presentarla –la inconfundible línea editorial de las portadas- lo único que podemos asociar al indie británico de aquella época. Su antagonismo al gobierno de la Thatcher también definía el posicionamiento político que ostentaban muchos de los músicos del indie. El acto de ignorar al sistema y crear tu propio disco ya era en sí un acto político. El indie, por decirlo de alguna manera, era de izquierdas, aunque también había artistas de izquierdas grabando en multinacionales, como Paul Weller o los Everything But The Girl, uno de los muchos casos de artistas que debutaron en sellos independientes y luego fueron contratados por grandes compañías sin que su integridad artística sufriera menoscabo alguno. Al poco de aparecer, la música independiente acaparó una parte del mercado británico y se crearon los indie charts, las listas de venta de sencillos y álbumes con artistas que a veces también se infiltraban en las listas de venta oficiales y competían con las estrellas del momento.
La conexión de todo eso que aquí llamamos indie con el indie británico original no es más que una consecuencia residual. Internet facilita que gente muy joven escuche música muy vieja, y que incorpore ciertas referencias a su estilo. Pero el indie fue un asunto muy serio que revolucionó la industria musical en el mundo. Aquí y ahora, el indie es una etiqueta que tiene más que ver con un mercado dirigido al ocio que con otra cosa. Quienes acudieron al FIB en 1995 lo hicieron movidos por un fervor casi religioso, por las ganas de ver a nuevos artistas que estaban dejando huella. Hoy, ir a un festival de esas características es lo mismo que visitar un parque temático, un incentivo turístico, unas vacaciones para alguien que necesita sentirse joven o moderno o transgresor, vete tú a saber. Nada que ver con lo que fue el indie histórico, ni el de aquí ni el de allí.
La Maria, Sandra Monfort o Tesa són sols alguns dels noms que estan renovant la música tradicional valenciana mitjançant cants i efectes contemporanis. Però hi són molts més els artistes que senten la necessitat d'acostar a les noves generacions el nostre llegat sonor, vestint-lo de modernitat i fent-lo partícip dels avanços tecnològics