Lamento tener que recurrir al tópico de la "tormenta perfecta", pero es tal el cúmulo de circunstancias adversas que están afectando al mercado de la vivienda, especialmente en las grandes ciudades, que es difícil encontrar un rayo de esperanza que permita vislumbrar una solución a corto plazo.
Hace años que los operadores del mercado inmobiliario en València vienen advirtiendo de la falta de suelo para desarrollar nuevas promociones, lo que iba a provocar, si no se desbloqueaba suelo y se aceleraban las licencias, un incremento de precios, ya que la demanda de vivienda nueva era creciente y los pisos no se construyen en dos días. Así ha ocurrido, con otro efecto colateral: quienes no logran comprar una vivienda nueva suelen virar hacia el alquiler, lo que a su vez eleva la presión –y los precios– sobre un ya tensionado mercado del alquiler.
Un mercado tensionado, entre otras razones, por los efectos de la Ley de Vivienda de 2023, mal pergeñada y peor explicada, cuyos buenos propósitos para proteger al inquilino espantaron a no pocos propietarios –amedrentados además por las noticias sobre okupaciones–, quienes retiraron pisos del mercado de alquiler tradicional para destinarlo a vivienda turística o a alquiler de habitaciones –actividades no sometidas a limitaciones de subidas de precio–, o bien optaron por vender o dejar la vivienda vacía a la espera de tiempos mejores.
Así, a los alquilados se les ha protegido de la subidas de precio pero las consecuencias las han sufrido quienes buscan piso para alquilar. Los expertos coinciden en que las consecuencias han sido drásticas en ciudades como Alicante o València, donde en cinco años la oferta ha pasado de más de 3.000 viviendas en alquiler a apenas 1.300 y los precios se han disparado un 72%. No solo por la ley, pero también por la ley.
Otro elemento de esta tormenta perfecta son los pisos turísticos, que proliferan sin que las administraciones sean capaces de poner límites. En la Comunitat Valenciana hay ya más de medio millón, según datos de la Generalitat, la mayoría en zonas tradicionales de sol y playa pero cada vez más en las ciudades, donde cada piso que se reconvierte a alquiler de corta estancia es un piso menos para los vecinos de la ciudad, y cada edificio que se reforma para destinarlo al turismo –a veces, echando de mala manera a los vecinos de toda la vida– es un edificio en el que no va a vivir nadie. El último dato de apartamentos turísticos ofertados en Valencia capital es el de febrero, 10.286, según Visit València. Hace dos años, en febrero de 2022, eran 6.244.
Si la tormenta no tenía suficiente carga eléctrica, los truenos en Ucrania han provocado que la inmigración se haya disparado en la Comunitat Valenciana, que acoge a 56.000 de los 200.000 refugiados ucranianos España –el 28% del total– y a no pocos rusos que también han preferido buscar un lugar más tranquilo además de cálido. El año pasado los extranjeros compraron 28.000 viviendas en la Comunitat, de las que unas 2.500 se las repartieron a partes iguales rusos y ucranianos que huyeron con su dinero.
No se vayan todavía. Quedan por cuantificar los nómadas digitales, esos profesionales con un ordenador a cuestas que igual trabajan aquí que en Berlín y que ahora mismo son 2.800 en Valencia y 800 en Alicante, según declaran ellos mismos en la plataforma Nomad. Su nivel de vida es superior a la media valenciana y los precios que están dispuestos a pagar por el alquiler son más altos.
Igual que los trabajadores extranjeros de esas multinacionales que tanto nos alegramos de que aterricen en nuestra tierra de emprendimiento. Entre unas cosas y otras, la población empadronada en València ciudad ha crecido en 30.000 personas en solo tres años. Y quedan los erasmus, unos 5.000 solo en València, que también ocupan pisos y habitaciones en alquiler y son atractivos tanto para propietarios como para fondos que, en lugar de construir un edificio de viviendas, optan por levantar una residencia de estudiantes.
Ante esta conjunción de factores negativos, sorprende ver a los partidos políticos más preocupados de buscar culpables como si hubiera una sola causa que de encontrar soluciones, más pendientes de criticar cualquier iniciativa del contrario que en ponerse de acuerdo para arreglar un problema que afecta sobre todo a jóvenes y familias de rentas bajas, es decir, a quienes no tienen un piso en propiedad.
Toda esta explicación no es para proponer una solución que no tengo, sino para pedir más cerebro y menos pasión. Se han hecho tantos experimentos, en España y fuera de España, que sería deseable que, mientras los políticos continúan echándose las culpas unos a otros, cada una de las medidas que se han puesto en marcha y las que se sigan implementando tuvieran un seguimiento y una evaluación seria, sin complejos ideológicos, sobre hasta qué punto funcionan. Por ejemplo, la iniciativa del Gobierno central de topar los precios del alquiler en las zonas tensionadas tienen que ponerla en marcha los gobiernos autonómicos de forma voluntaria, puesto que son los que tienen las competencias. Unas CCAA han anunciado que van a aplicar la medida y otras que no, lo que es una buena oportunidad para comprobar, por comparación, su eficacia.
Lo mismo con el Plan Vive que ha puesto en marcha el Consell y que debe contar con la colaboración de los ayuntamientos, además de los promotores. Más allá de constatar si se alcanzan las 10.000 viviendas que Mazón se ha puesto como objetivo, lo interesante es analizar qué funciona y qué es mejorable en un plan que tiene muchas aristas.