Como tantos otros, Dovlátov (de nombre Serguéi), marcado como indeseable por el KGB, acabó emigrando y aterrizando en el otro polo: Estados Unidos. Con esa comunidad en el exilio arranca su novela La filial, que publica Fulgencio Pimentel con traducción de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea, y una edición fantástica. El protagonista, un él ficcionado, es enviado a California por su emisora, Radio Liberty —en el libro, La Tercera Ola— a cubrir un congreso de compatriotas, La nueva Rusia, cuyos ponentes, científicos, clérigos y literatos, conviven con un público compuesto por “periodistas aficionados, filólogos en paro, gandules errabundos y ambiciosos de toda especie”, dividido además en dos bandos irreconciliables, los nacionalistas eslavófilos y los liberales. Con este material, Dovlátov nos regala un retrato desternillante de lo que sucede en el hotel Hilton que acoge el congreso, al que no faltan personajes de la talla (sea cual sea esa talla) de Limónov, ni situaciones que rozan el absurdo, o que directamente se frotan con él. Dovlátov hace maravillas con ello: “Tengo cuarenta y cinco años. Toda la gente normal que he conocido se pegó un tiro hace tiempo o, como mínimo, se dio al alcoholismo. Y yo he estado a punto de dejar de fumar. Menos mal que un poeta me dijo a tiempo:
—Si uno no se fuma un cigarro al despertar, ¿qué sentido tiene despertarse?
Sonó el teléfono. Descolgué.
—¿El señor pidió cuatro brandis?
—Sí —mentí, sin apenas titubear.
—Al momento.
Muy bien, pensé. Fabuloso. Sea cual sea el contexto, una pizca de absurdo nunca está de más”.
Ese absurdo, sin embargo, alumbra una manifestación en forma de amor del pasado que aparece de improviso y lo cambia todo, incluso el rumbo de la novela: a partir de entonces cada historia ocupa su lugar en un fenómeno de subducción literaria, el congreso comienza a hundirse bajo el relato incompleto de una relación tormentosa que el autor narra con una sensibilidad y una honestidad tales, que de igual manera que unas páginas atrás reíamos, ahora sufrimos sin poder asirnos siquiera a la culpa del uno o del otro, porque estos dos bellos ejemplares humanos, jóvenes y hermosos, ella y él, que someten al mundo con sus pasiones enfermizas y egoístas, son igualmente responsables de su fatalidad: “Fui a la calle Simánskaya, a la residencia de estudiantes. Tuve que hacer memoria para acordarme del número de la habitación que ocupaban Riábov y Lepkó. Sin ese dato, la conserje no me habría permitido pasar. Encontré a Riábov en la sala de lectura. Me pareció que le hacía ilusión verme. Hablamos un rato acerca del servicio militar. Mi amigo me hacía preguntas con aire vagamente avergonzado. Ambos nos sentíamos incómodos. Riábov era un estudiante de tercer grado. Yo, un militar con perspectivas inciertas. No teníamos mucho de que hablar. Tan pronto liquidamos la botella de oporto, enmudecimos. Riábov sentía curiosidad por saber si me habían encomendado limpiar las letrinas. Le dije que sí, que más de una vez. Me preguntó que cómo me había ido. Bien, contesté”. Hasta qué punto es autobiográfica la historia no tiene mayor interés: sea como sea, el relato de la decadencia de los protagonistas está tan logrado, que tanto da si es producto de un trauma real o de una capacidad literaria privilegiada. En realidad, de ambas cosas: Dovlátov es (era) un escritor brillante, con una mirada sobre los demás y sobre sí mismo muy afinada. La filial a la que se refiere el título es esa comunidad que representa a un país fuera de sus fronteras, en un espacio diferente al que le correspondería. Dovlátov conocía bien el desarraigo, lo sabemos por su voz, por su tono apasionado y descreído; la vibración de una persona que no solo salió de su casa, sino también de sí mismo. La pregunta más difícil es si el viaje mereció la pena.