ALICANTE. Hay un momento en la vida que empiezas a apreciar cosas que antes no importaban tanto o no le otorgabas el valor que merecían. Comer con tus padres, estar con tus abuelos, o esa casa de campo o pueblo para los fines de semana y el verano.
Es curioso este fenómeno. De niño adoras a tus padres, a tus abuelos, y a la casa, donde disfrutas de una infancia magnífica. De joven no entiendes a los padres, ir a ver al abuelo es un mero trámite, y pasar un fin de semana en la casa o en el pueblo te quita la vida, sobretodo en esa edad que cada momento que te pierdes con los amigos ha sido el mejor de la vida. Y te lo has perdido, claro está, por la casa, donde te sientes como si fueras Nelson Mandela en Robben Island.
Y luego, sin saber muy bien porqué, llegas a una edad que cambias. Necesitas estar con tus padres, tal vez porque entiendes que no serán eternos. Darías un brazo por tener cinco minutos a tu abuela, con ese aroma a lejía siempre en las manos al darte el bocadillo. Y en ningún lugar del mundo te sientes mejor que en esa casa, con su ya infinito olor a hoguera. Donde cada rincón te transporta a la mejor época que viviste, en un limbo extraordinario de la vida.
Ser del Hércules es algo parecido. Uno no se hace del Hércules porque sea un club ganador, ni por su exquisito juego. Tampoco por sus títulos, ni por su nombre paseado exitoso por Europa. Uno se hace del Hércules por arraigo. Por tradición, por herencia. No se entiende, no se explica, solo se siente.
¿Es tu familia la mejor del mundo? Probablemente no, y no la cambiarías por ninguna otra. ¿Son tus amigos los mejores del mundo? No, pero sí para ti. ¿Es el Hércules el mejor club? No, pero es mi club. Perdedor, en crisis constante, de pocas alegrías, y siempre con tormenta. Pero son mis derrotas, mis sinsabores. Mis enfados y mis preocupaciones. Mías y también las de diez generaciones anteriores, una por cada década de vida del club. Y será de la generación que viene.
Porque este moribundo club tiene casi cien años. Y desde los felices años 20 son diez décadas donde los colores blanco y azul (y rojiblanco) han sido la forma de vida de mucha gente. No tenemos nada, el club parece un solar. Pero tenemos un escudo, que no se mancha; y tenemos una historia, con nubes negras, sí,pero también con letras de oro.
Y tenemos una afición. Mal tratada y maltratada, pero afición. Una afición forjada en el sufrimiento.En la amargura. En las muchas derrotas, pero también en alguna victoria. En los goles y en los golpes. En los viajes. En los ídolos. Porque el Hércules no solo representa a sus cuatro mil abonados, ni a sus seguidores en la sombra o en la distancia. El Hércules representa a cada persona que tomó asiento en Bardín. A cada alma que entró a la Viña. A cada espíritu que planea por el Rico Pérez.
Podrán venir más clubes a Alicante. Lícito es. Invertir en fútbol, hacer negocios, ¿por qué no? Tal vez dentro de 300 años el Hércules sea una mera anécdota en la historia deportiva de Alicante. Tal vez exista una liga al estilo NBA, donde las franquicias van y vienen. Tal vez dentro de 30 años no viva el Hércules. Y lo que hoy parece impensable, pueda suceder. Verte con un nieto, con un amigo, con una sobrina, caminito del estadio a ver fútbol de nivel porque juega un club dela ciudad en Primera División.
Pero hay una cosa que no está en venta. Que es fiel e irreductible. Porque hoy su club existe y así quiere que siga otros cien años. Mejor y peor que otras. Pero blanquiazul de corazón. Y eso no se borra. Se puede cambiar de todo en la vida, pero no de equipo de fútbol. Hay clubes en Primera que tienen todo, todo, menos una cosa: algo que sí tiene el Hércules. El Hércules tiene un tesoro, pero los que mandan no lo saben. Su afición.