ALICANTE. Hay casualidades, hay causalidades, hay imanes que se rompen y se repelen, y polos de atracción que irremediablemente van rondándose, como en un danza de derviches, hasta que empiezan a girar al unísono en el espacio reducido que permiten los espacios de lectura.
Hace muy poco me hablaban de la atomización de eso dado a llamar literatura hispanoamericana, que a pesar de la sensación de homogeneidad que supuso la marca “boom latinoamericano”, sellada en Barcelona en directo y en diferido, contradictoriamente sincrónica y diacrónica a partes iguales, sólo el plural puede definir la realidad de la producción literaria en el cono sur americano: literatura argentina, literatura uruguaya, literatura ecuatoriana; que cuanto más al norte, más hacia el istmo que la geopolítica denomina centroamérica, la literatura guatemalteca o mexicana enlazan más con el norte gringo y chicano; y que además está el tema de las editoriales, de las editoriales de allá que sólo tienen distribución e impacto en sus territorios de allá, de las editoriales de aquí que pretenden ser universales, pero que lo que son es máquinas de construir artefactos efímeros, de las editoriales de acá que se englorian en el acá chiquitito; y después están las editoriales de acullá, de aquí y de allá, que pretenden ser puente y entrelazan e intoxican las prosas de autores nacidos en Guayaquil, Buenos Aires, Palma, Zaragoza o Plasencia, editoriales como Candaya o Libros del Asteroide, por citar las responsables de los dós títulos que asoman hoy por aquí.
“... la mandíbula de la muerte / de la mandíbula caníbal de la muerte” cita la autora Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988), en las páginas previas al primer capítulo de Mandíbula (Candaya, 2018). “Años y años de manipulación genética lo habían empujado a ser lo que era: un perro mandíbula…” escribe Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) en el párrafo inicial del capítulo 6 de La uruguaya (Libros del Asteriode, 2017). “...dicen que una madre es una mandíbula apresando a sus crías para protegerlas”, remacha Ojeda en el remate de su novela ultramoderna, atravesada por el inframundo de la internet creepy.
El submundo narrativo de Mónica Ojeda es una matrix poblada por una miríada de solipsismos, de ombligos purulentos de autoconomiseración, sexo larval y relaciones maternofiliales marcadas por la ausencia y el poder del aislamiento. Ya en su segunda novela, también publicada por Candaya, Nefando (2016), se sumergía en el lado oscuro del frikismo, en la vida de seis jóvenes que comparten un piso en Barcelona, como una colmena de celdas selladas, de las cuales supura el paso de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a ese simulacro de adultez poblada por novelas pornográficas, escena demo o videojuegos secretos y semiprohibidos, donde se desarrollan las relaciones de manera incompleta, infoxicada, obsesiva.
“El 31 de mayo de 2014, dos niñas de 12 años de edad, en Waukesha, Wisconsin, sujetaron y apuñalaron a una compañera de clase de 12 años de edad, 19 veces; cuando se le preguntó más tarde a las autoridades, según los informes, afirmaron que querían cometer un asesinato como un primer paso para convertirse en acólitos de Slender Man, después de haber leído sobre él en línea”. Con estos mimbres, Ojeda hace gala de una prosa soberbiamente trabajada en cursos, másters y doctorados de escritura creativa, en el conocimiento de los engranajes de la literatura patológica y un dominio natural de la jerga y la mitología friki. Una historia de poder y sometimiento, de sexualidad latente y dominación, como una elegía de la dominátrix nerd. “En el fondo se trata de entrar en el miedo, no de vencerlo”.
En algún momento no he podido evitar que el personaje de La uruguaya me recuerde al Griffin Dune de After Hours, película de 1985 de Martin Scorsesse, traducida de manera infame aquí por Jo, qué noche, un catártico descenso a los infiernos del que se renace como ave fénix, diecisiete horas de un martes largo, muy largo. “Ojalá la muerte sea saberlo todo”.