España supo dotarse, aquel 6 de diciembre de 1978, de una Constitución que nació producto del acuerdo y de la negociación, y que se inspiró en el consenso y los deseos de convivencia en paz y armonía del pueblo español y de sus representantes políticos.
Como expresó el Rey, don Felipe VI, en el marco del 40 aniversario en el Congreso de los Diputados “La Constitución es el gran pacto nacional de convivencia entre los españoles por la concordia y la reconciliación, por la democracia y por la libertad.”
En efecto, nuestra Carta Magna es un acuerdo político que supuso el final de la cruel dictadura y la reconciliación entre los españoles. Un acuerdo que sentó las bases para posibilitar la extensión de los derechos y libertades; el progreso económico y el desarrollo social, educativo y cultural. Y que, al tiempo, posibilitó que España se convirtiera en una democracia europea, avanzada y moderna, y en un auténtico ejemplo para el mundo.
Un gran acuerdo producto de la generosidad, de la altura de miras y de la visión de Estado de los actores políticos del momento, que ha posibilitado el cambio político, territorial, internacional, económico y social más intenso de nuestra historia.
El texto constitucional por ellos diseñado y acordado por sus respectivas formaciones políticas, sentó las bases para que juntos pudiéramos construir un proyecto de país común, un país moderno, abierto y europeísta, en el que la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político fueran los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico.
La Constitución, en definitiva, trajo paz, estabilidad, progreso, prosperidad y libertad, erigiéndose de ese modo en el alma de nuestra democracia. Cuarenta y un años después muchos piensan, -siete de cada diez españoles-, que la Constitución del 78 precisa una profunda reforma.
Una reforma que hoy por hoy es tan necesaria como inviable, a tenor de la aritmética parlamentaria que ha conformado nuestras Cortes Generales. Pese a ello, quiero pronunciarme como partidario de una reforma constitucional que adecue nuestra Carta Magna a la intensa trasformación social, experimentada desde su promulgación.
Una reforma en profundidad, que aborde una multiplicidad de cuestiones que permitan adaptar la Constitución a la sociedad del siglo XXI, pero además cumpla tres funciones esenciales.
Una que resulte útil para afrontar y resolver la grave crisis de convivencia provocada por el independentismo catalán, y que favorezca el encaje de Cataluña en España. Dos, que blinde los derechos nacidos de la Constitución del peligroso avance del populismo. Y tres, que sirva al valioso objetivo de la estabilidad política, en momentos como los vividos recientemente, en los que la falta de acuerdo entre partidos provoca un bloqueo institucional, que obstaculiza la formación de gobierno y nos sitúa una y otra vez ante las urnas.
Considero preciso, pues, un acuerdo constitucional renovado, que nazca de la voluntad de concordia y de entendimiento y del mismo espíritu de consenso con el que se alumbró la Constitución en aquellos años de la Transición. Y que nos asegure un nuevo y prolongado periodo de convivencia que garantice progreso económico, bienestar, paz, cohesión territorial, justicia social y, desde luego, estabilidad política
Así pues, resulta necesaria una reforma que renueve y fortalezca el pacto de convivencia que subyace en nuestra Constitución y que sea garantía para afrontar con éxito los desafíos y los retos que se ciernen sobre la sociedad española.
En definitiva, a mi juicio, debemos sentirnos profundamente orgullosos de lo que hemos sido capaces de construir juntos en estos 41 años. Y por ello el aniversario de nuestra Carta Magna debe servir para reafirmar nuestro compromiso irrevocable con la Constitución, con el Estado social y democrático de Derecho proclamado en su artículo 1º. y con la Democracia.
