Tengo pocas cosas claras en la vida. Una de ellas es que Leila Guerriero es quien mejor escribe en todo el ámbito de los medios de comunicación. Al menos, en español. Otra cosa que tengo clara es que he perdido un tanto el rumbo. Así que, cuando el pasado domingo, la escritora y periodista argentina contó una de sus historias para leer en un cuarto con las persianas medio bajadas, sentí una envidia estratosférica y tuve que dar unos golpecitos a la brújula. Decía Leila que había pedido a una especialista en lenguas clásicas que le leyera los primeros versos de la Iliada en griego clásico. Y que la traductora le envió audios con los versos de Homero, más otros de la Odisea, más el arranque de la Divina Comedia en italiano dantesco y no sé qué más porque se me cayeron los papeles al suelo. Puro síndrome de Stendhal, una arritmia de belleza seguida de un leve arrebato de rabia. Lo mismo que sufre Salieri cuando ve las partituras de Mozart en Amadeus. Enseguida supe que este vals volvería a la cultura en compás de tres por cuatro. Aunque fuera de puntillas, como una bailarina de ballet de las que tanto aprecian Degas y Antonio Zardoya, cada uno en lo suyo.
No todo el mundo puede dedicarse al estudio de los clásicos, ni siquiera Francesc Sanguino a tiempo completo. Tampoco todo el mundo debería dedicarse al cultivo de las patatas, a la supervisión de una cadena de producción industrial o a la investigación contra el cáncer. A cada uno nos toca nuestro cometido en la vida, como ocurre con los animales, salvo con el mosquito, que es un error de programación. Pero a todos nos une el sometimiento a los dictados que proceden de un despacho, sea público o privado. A la toma de decisiones de un gobierno que ni siquiera tiene que ser el nuestro. O al resultado después de Ebitda del balance económico de una empresa que fabrica productos que jamás consumiremos. De informar de todo ello se encarga mi oficio, mejor o peor, con mayor o menor objetividad, con matices más o menos sutiles o a la manera de algún presunto periodista de cuyo nombre no me quiero acordar. Y la realidad agota.
Y agota aún más cuando comprendes que la única verdad es una fórmula matemática, que el hábitat natural del ser humano es la duda y que el último reducto de la libertad es el arte, que nos permite elegir el cristal con que miramos. Déjenme que les cuente una historia. Conozco un tipo que desde hace más de veinte años busca la metáfora que esconden las bayetas. “Para secar, tienen que estar mojadas”, subraya. Pero no sabe con qué relacionarlo. Y mientras, apaga el despertador cada mañana, cumple con sus facturas y recibos, reniega de alguna de las órdenes de sus jefes, planea con su mujer las pequeñas excursiones que se puede permitir y habla cada día con sus padres para ver qué tal están. También vota, escucha el fútbol por la radio, otea el horizonte en busca de nubes y se entristece con las noticias. No es nadie en especial, solo busca las metáforas de las bayetas. Cuando descifre el enigma, quizá escriba un poema o una novela. No saldrá en los periódicos, pero la pasión por la búsqueda no se la quita nadie. Ahí duerme otra metáfora que, como todas, tiene una aplicación directa en nuestras vidas. Que la disfruten.