CASTELLÓ. En abril de 1991, en València, cuatro jóvenes universitarios tuvieron la feliz idea de crear un fanzine, Kastelló, que sería un vehículo importantísimo y necesario para azuzar la cultural de la ciudad de Castelló durante toda esa década. Un soplo de frescura y libertad absoluta en la ciudad. El fanzine, no solo éste, sino los fanzines en general, siempre han sido parte activa de la revolución cultural y política de una época concreta, de jóvenes con ganas de expresarse de un modo libre y autogestionado. Un vehículo que tuvo 101 números y que duró hasta mayo de 2007.
Kastelló es parte de la historia de la ciudad. Charlo con uno de esos cuatro chicos, Ximo Segarra, que aquella noche pergeñaron el embrión del fanzine. “Nace en València alrededor de una tortilla de patatas”, recuerda. “Estábamos aburridos, haciendo la cena en el piso de estudiantes. Los que empezamos el fanzine fuimos los cuatro que estábamos esa noche, tres informáticos y uno de Bellas Artes (yo). Un año antes había hecho un grupo musical, yo tocaba la guitarra, había uno que tenía buena voz y duró unos meses. Se llamaba Khala-Bhasa. Fueron cuatro o cinco canciones y nada más”, comenta por teléfono.
Ya ven que fáciles son a veces las cosas importantes de la vida. Una idea iluminándose como una luciérnaga en medio de una cocina de un piso de estudiantes mientras preparan una tortilla de patatas. “Sin embargo, aquella noche Enric Cervera y yo pensamos en que podíamos hacer un fanzine donde poner todo lo que se nos ocurriera. Tú dibujas, yo escribo y luego, después de cenar, se lo contamos a los otros . En tres o cuatro días hicimos el primer número”, señala Segarra.
La idea estaba sobre la mesa, junto a la tortilla, pero aquello debía materializarse, hacerse verbo sobre papel. “Sacamos tres números en València y los repartimos un poco entre estudiantes, compañeros nuestros, si llegamos a cuarenta o cincuenta ejemplares por número ya fue bastante”, comenta el faneditor. “Empezó en abril, en junio ya venían exámenes así que lo dejamos estar, pero en verano que no hicimos nada y ya pensé en hacer algo por Castelló. Me puse a buscar anunciantes y ya hicimos una tiradita de cuatrocientos o quinientos o algo así”.
Tras esos tres primeros números, casi un ensayo de lo que vendría después, el Kastelló comenzó a tener más lectores, más personas que lo conocían y que lo buscaban entre los pubs donde se distribuía. “Ya el primero (el número cuatro) fue como una especie de ¡ostras! Recuerdo que tuvimos once anunciantes y eso nos dio la posibilidad de sacar cuatrocientos ejemplares en pubs, cafeterías de aquí de Castelló, enseguida se generó algo muy bonito”, dice Segarra. Y llegó un momento en que aquello tomó otra dimensión porque pasaron de buscar colaboradores a ser receptores de ellos. Kastelló llegaba a mucho más público de lo que quizás sus editores se pensaban.
“Recuerdo el primer número con tirada ya más grandes, el número cuatro y el cinco, que teníamos que buscar colaboradores para llegar, porque no queríamos que fuera solo lo que escribíamos nosotros; pero ya a partir del número siete, ocho, nueve... era al revés. A lo largo de aquella primera temporada, porque sacábamos uno cada mes, fuimos incrementando un poco la tirada llegando a seiscientos”, comenta.
Imbuidos en aquellos años le pregunto a Segarra por los fanzines que poblaban Castelló, otros proyectos que surgían en aquella época de efervescencia fanzinera. “En aquella época estaba un colectivo que se llamaba el Equipo Roccocómic, nosotros cuando aparecimos ellos ya estaban, llevaban como cuatro cinco años, y tenían ese punto de querer sacar números e incluso hicimos alguna colaboración con ellos”, recuerda. “A parte de estos había otro que era el típico fanzine punkarra con mucho recorte, todo fotocopiado, muy asociado al tema libertario, mucho combate social; ese ya estaba antes del Kastelló”.
El fanzine es parte de la cultura de un tiempo. Internet, y quizás mucho antes, ya transformaron ese cuadro, pero no podemos olvidar las autopublicaciones que hubo en Castelló. “Hubo muchos en los 80 pero en la época de la Transición fueron cayendo. En el 92, cuando Kastelló llevaba un añito y medio, es cuando hicimos una exposición de fanzines en la Casa Abadía, teníamos dos salas y había una sección de fanzines de Castelló, e hicimos un vídeo donde entrevistamos a toda la gente que pudimos. Era un vídeo de gente que nos contaban sus batallitas, gente que ya había acabado hacía dos o tres años”, comenta.
En los 90 los ordenadores personales ya eran una realidad; con todo, el Kastelló seguía fiel a un estilo artesanal en su confección. “Aunque teníamos ordenador el tema era muy artesanal porque era coger un texto lo imprimíamos con la impresora, teníamos la opción con el ordenador de cambiar la letra y eso, pero muy de recorta y pega”. No solo eso, y seguro que los lectores que tuvo el zine recordarán, era el formato de los textos.
“Una característica que tuvo el Kastelló desde el principio fue que para leerlo había que girarlo mucho, había textos en la forma normal, pero otros bocabajo. Era casi como si estuvieras conduciendo para ir moviendo. Estaba hecho con idea porque era más divertido y por otro lado porque te lo hacías más tuyo. No era como coger un periódico o una revista, que todo está de izquierda a derecha y de arriba abajo. Aquí la gente se rompía un poco más la cabeza”, señala. Aunque eso, como otras cosas, también cambiaron con los años. “En los últimos tiempos del Kastelló se hizo más legible. Respeté más los espacio para que la publicidad respirara. Al principio era todo muy apretado.”
El Kastelló inundaba los pubs de la ciudad, de hecho fue un lector asiduo con el que hablé el que me lo volvió a poner en mi radar. Estaba en todas partes, en todos los garitos. Era un clásico. Y su distribución era laboriosa. “La distribución era a partir de la publicidad y también teníamos suscriptores, hubo una época en que teníamos unos 60 o 70 suscriptores. A partir del segundo años empezamos a sacar mil ejemplares cada mes, eran nueve números al año y cada uno mil, entonces la distribución era pesada porque al principio nos poníamos siete u ocho personas a repartir durante un fin de semana porque era mucha tralla”.
Estar en todos los sitios era fundamental para fidelizar a sus lectores, para convertirse en una tradición: coger el Kastelló cada mes y leerlo. “Repartíamos en los locales que se anunciaban y aparte un montón más de locales. La sensación que daba cuando salía el Kastelló es que ahí estaba pasando algo (risas) porque los pubs se llenaban de una especie de cosa rara que no se sabía lo que era, pero que después la gente ya lo esperaba. La distribución era muy organizada y pesada porque había que echarle horas”.
Como en cualquier medio de comunicación siempre existe una línea editorial, un equipo de redacción, preparar el contenido del siguiente número. “Al principio éramos los del piso y no se buscaba ninguna línea especial”, comenta. “Con el tiempo, cuando empezó a llegar gente tampoco se hablaba de este mes vamos a hablar de esto o no. Había tal variedad de temas que venía alguien y te ponía una poesía y otro te ponía una crítica social".
Segarra terminó quedándose con el timón del barco. “Los otros se lo fueron dejando, era mucho trabajo y tenía que terminar sus carreras, yo me dejé la mía. Tenían que buscar trabajo, mi trabajo cada vez era más eso”.
La fama tiene consecuencias y las del Kastelló eran muy bonitas. Muchas personas quería escribir en el fanzine, desgraciadamente el especio era el que era y a veces pasaban meses hasta que se publicaba. Así que aparecieron otras publicaciones satélites del Kastelló. “Hubo que seleccionar y a partir de ahí hicimos suplementos temáticos solo para suscriptores que se llamaba Olletsak, Kastelló pero al revés, esos suplementos duraron unos años, también un complemento llamado Quo Vadis, solo centrado en un autor”
Llegó el número 101 y el fanzine dijo adiós. Un golpe para los lectores que lo habían seguido y el final de una parte de la historia de la ciudad. “Cuando yo saqué ese número ya estaba haciendo otras cosas, yo ya estaba preparando el de junio pero cuando lo estaba preparando tuve que hacer un cambio en mi vida a nivel laboral, muchas historias y ahí casi sin querer, pero también sabiéndolo pues se acabó”, sentencia. Sin embargo el Kastelló tenía sus días contados unos años y números antes. “El número 87 lo hice pensando que iba a ser el último. Lo viví con mucha pena, pero a la misma vez sabiendo que había que hacerlo porque ya no era la misma época”.
¿Recuerda la gente el Kastelló? “Para le gente de mi edad, entre los cuarenta y algo y los cincuenta yo creo que sí, yo lo he pulsado alguna vez y creo que sí lo recuerdan como algo que estuvo muy bien, que estuvo muy inserto en una realidad social de la ciudad”, comenta Segarra.
Tras la revolución musical de los 60 y el efecto que tuvo en grandes masas de jóvenes, la industria musical se apresuró a convertirlos a todos en clientes, a los artistas en productos y a las escenas en mercados. La ciencia económica pronto se mostró incompatible o reticente a la frescura del arte y algunos adolescentes de la época iniciaron una pequeña nueva revolución. Bomp! fue uno de los fanzines más importantes que hicieron de la autoproducción y los sellos independientes una cultura que estalló con el punk