Holobionte Ediciones edita este ensayo del filósofo y escritor británico, un viaje a bordo del Halcón Milenario, que fue siempre la auténtica y más deseable nueva esperanza
VALÈNCIA. El corredor de Kessel en menos de doce pársecs, una auténtica proeza al alcance solo de las más rápidas. La velocidad es un factor clave en este universo: son ella, y nuestra escasa longevidad, quienes nos amarran a la Tierra, y con suerte, al Sistema Solar. Las distancias son tan monstruosas y nuestra vida tan corta que no parece probable que vayamos a conocer en persona nada más allá de nuestro pequeño vecindario cósmico. Esto es algo que sabemos desde hace ya mucho tiempo. Tanto como el que llevamos fantaseando con hallar una manera alternativa de viajar. Para salvar los páramos inhumanos de la negrura sideral necesitamos replantear el concepto: ni siquiera tiene sentido tratar de movernos a la velocidad de la luz (de unos trescientos mil kilómetros por segundo), o incluso tratar de superarla. Por un lado porque nada que tenga masa puede moverse más rápido que la luz. Por otro, porque incluso la luz es demasiado lenta en el contexto que nos atañe. El exoplaneta más cercano, a unos escasos cuatro años luz de distancia, seguirá estando fuera de nuestras capacidades por mucho tiempo. No, hay que hacerlo de otra forma. Quizás, a través de los nunca detectados —y mucho menos creados, que es lo que necesitaríamos— agujeros de gusano, cuya utilidad ha sido explicada en varias películas de la misma manera, marcando dos puntos en un folio que después, tras plegar el papel, quedan superpuestos y son atravesados por un lápiz que los conecta. Otra posibilidad, muy tratada en la ficción, es la del salto a otra dimensión o plano con un funcionamiento diferente a la superficie. Este sería el caso del ínmer a través del cual se salvan las mayores distancias en La ciudad embajada, una fascinante novela de China Miéville. El ínmer es un entorno que subyace, al que se entra y del que se sale —no sin dificultad—, para conectar puntos muy distantes. En este mismo sentido, tendríamos, por supuesto, el hiperespacio al que se salta o que se hace en Star Wars, una experiencia única que ha hecho soñar a millones de personas en todo el mundo durante décadas.
Es un momento absolutamente icónico en la historia del cine: Han Solo y Chewbacca se preparan para escapar de sus perseguidores saltando al hiperespacio. La maniobra es arriesgada, advierten: sin unos cálculos muy precisos podrían emerger justo para estrellarse contra cualquier objeto. La pericia de los pilotos contrabandistas es clave, y en un instante las estrellas pasan de ser puntos a líneas, y ya están volando como un rayo a través de un túnel de luz. Al filósofo y escritor Timothy Morton esta escena tuvo que impresionarle profundamente. Desde bien pronto se aficionó a imaginar naves: eran refugios seguros en los que evadirse de las hostilidades terrenales de una mundo demasiado prosaico. De todos estos vehículos espaciales, los que más han significado para él no han sido las naves espaciales (spaceships), sino su versión más ágil, menos institucional, menos burocrática, más independiente: las astronaves (spacecrafts). En Astronave, que publica Holobionte Ediciones con traducción de Federico Fernández Giordano, el autor sube a bordo del Halcón Milenario, la astronave sin dueño que pasa de mano en mano por medio de transacciones de índole canallesca, y que sin embargo es capaz de burlar todo tipo de amenazas, así como de reaparecer en el momento preciso para allanar el camino a los héroes y ponernos los pelos de punta con el grito de guerra de su piloto. El Halcón Milenario es demasiado bueno para ser un héroe. Su esfera contiene a la esfera del heroísmo, pero llega mucho más allá. Lo ha dejado atrás para ser el Tom Bombadil de la galaxia muy, muy lejana: una figura legendaria afable pero esquiva. En realidad, nadie llega a poseer al Halcón Milenario, que siempre trasciende a sus tripulaciones.
En la astronave experta en encontrar atajos encuentra Morton la promesa de una nueva era. En su capacidad para ya no saltar, sino hacer el hiperespacio, el autor descubre un horizonte de posibilidades infinitamente más democrático que el de otras representaciones de las dimensiones ajenas por las que queremos colarnos para explorar el cosmos. Morton nos pide contemplar el hiperespacio de manera radicalmente distinta: no penetramos en él, sino que nos circluye. Para ello cita a Bini Adamczak: "Piensa en el día que te enseñaron en la escuela cómo prevenir las enfermedades de transmisión sexual. A nadie se le ocurriría meter el plátano en el preservativo recién desenvuelto, ¿verdad? La tarea de aplicar correctamente un preservativo resulta más fácil si se piensa en desenrollarlo alrededor del plátano. De hecho, la circlusión es una experiencia más frecuente de lo que pensamos en la vida cotidiana. Por ejemplo, cuando una red atrapa los peces, cuando las encías envuelven la comida, cuando partimos nueces con un abridor, o cuando una mano empuña un joystick o una botella de cerveza". El hiperespacio que surca el Halcón Milenario es un fluido tranquilizador, una experiencia de minutos u horas en la que uno puede relajarse, jugar una partida de ajedrez holográfico o simplemente conversar: una vez llegados al destino ya habrá que aterrizar, urdir planes, hacerse pasar por otro, dar esquinazo a enormes bestias o desenfundar los blasters y liarse a tiros láser con quien se tercie. El Halcón Milenario vive tan al margen del imperio fascista galáctico, como de la inquietante iglesia jedi y sus abusos de poder: lo suyo es el lumpenproletariado, los parias, los desarraigados que se buscan la vida como pueden. El Halcón Milenario no es puro e inmutable, sino mestizo, trans: hubo una nave original, pero tras numerosos cambios y mejoras, ha ido transformándose con el tiempo para ser otra cosa. No es delicado, límpido, mírame y no me toques, sino rudo y resistente. Como bien apunta Morton, que ve en su ejemplo el futuro de un país que todavía no ha sido, no es un águila: es menos regio, más inasible. Es un ave discreta y veloz volando entre la espesura da la realidad.