El primer concierto punk en España fue en diciembre del 77 en Barcelona, dos meses después del primero en Yugoslavia. La Federación de Tito mantuvo escenas de punk, nueva ola y afterpunk, lo que aquí se llamó Movida, de forma prácticamente coetánea a Occidente. Hubo factores clave, que los japoneses fabricaran sintetizadores asequibles para bolsillos modestos y que los padres yugoslavos de clase media volvieran de sus viajes cargados de discos para sus hijos
VALÈNCIA. Comentábamos el sábado un documental: Sretno dijete (Niño feliz) que explicaba la explosión del punk en Yugoslavia. Si queremos un documento escrito sobre aquella escena que no tenía nada que envidiar a las del resto de capitales europeas, con la salvedad de que se encontraba en un país socialista, uno de los libros que mejor reflejan el espíritu es In search of Tito's punks de Barry Phillips.
Natural de Gloucestershire, Inglaterra, Phillips acabó recorriendo las repúblicas ex yugoslavas entrevistando a los protagonistas de la escena punk de los años 70 y 80 en este país de forma completamente accidental. Un día descubrió en facebook que una de las canciones de su grupo punk con el que sacó un single en 1981, Demob, resulta que había sido un hit en Yugoslavia con la letra traducida y adaptada al serbocroata.
El mosaico que conforman los encuentros de su libro muestran un escenario que desafía todos los clichés. Para empezar, por el origen de los punks yugoslavos. La inmensa mayoría formaban parte de la clase media que había logrado levantar el comunismo en este país. Un número increíble eran hijos de oficiales del ejército y políticos del partido. Aquello era natural, porque esa burguesía roja, en palabras del disidente ex comunista Milovan Djilas, era la que más viajaba al exterior y volvía con compras de todo tipo, entre ellas discos.
Si aquí en España aún se mira con desprecio a los que tenían dinero de ir a comprar discos a Londres a principios de los 80, allí lo eran todo. De todos modos, por los convenios que tenían los sellos del Estado, se publicaron elepés como Raw Power de los Stooges cuando salieron. El primer disco de los Real Kids, allí lo publicó el Estado ¡Era un servicio público! Son detalles curiosos, como que llegó la moda antes que la música. Los chicos ya llevaban imperdibles antes de haber escuchado una sola nota de punk. Algunos ni siquiera sabían si era un baile nuevo o un estilo de música. Así de abierta estaba la federación al exterior.
En estas relevantes páginas, se menciona reiteradamente que no había clase obrera entre los punks, los trabajadores estaban a otra cosa y en el campo se escuchaba fundamentalmente folk. No obstante, estudios académicos que han investigado el sustrato social del yugo-rock han encontrado que los más modernos, los que con más fuerza adoptaron las tendencias del exterior, eran los hijos de los trabajadores que se habían desplazado del campo a la ciudad. Los que ya no tenían un vínculo con el pueblo, pero no dominaban el cotarro como los señoritos de capital de provincia. Solo un grupo podía presumir de pertenecer a la clase trabajadora, explica, los croatas KUD Idioti. En el resto de la escena, solo dos o tres personas eran currantes.
Por citar un ejemplo de a qué nivel el punk era célebre entre los hijos de la clase dominante del socialismo, mencionar a Cvijetin Mijatovic. Natural de Bosnia, asumió la presidencia colectiva de Yugoslavia tras la muerte de Tito y sus dos hijas, Mira y Maja, eran punks. Sus fiestas en el barrio de los dirigentes en Belgrado, Dedinje, eran famosas. Se cuenta la anécdota de que en una ocasión el padre tuvo que pedirles que bajaran la música porque no podía escuchar al interlocutor que tenía al otro lado del teléfono: Leonidas Breznev.
Mito o media verdad, lo que sí que fue cierto es que las dos hermanas murieron de sobredosis en los 90, cuando todo se oscureció con la guerra. La generación que esperaba el cambio, como estaba ocurriendo en toda Europa, se encontró la claustrofobia y la involución. Tenían más fácil salir de su país, a ver a los Ramones en Udine, a Dead Kennedys en Gorizia o a Nirvana en Trieste, con el comunismo que después de la caída del telón de acero en el resto de Europa.
Esta generación, como decíamos el sábado, se declaró insumisa en cuanto vio que el conflicto tomaba cariz de guerra. Comentaban las chicas del grupo Boye que al principio pensaban que nadie se iba a tomar en serio todas las tonterías nacionalistas que circulaban por el ambiente, hasta que las enganchó la maquinaria mediática y la cosa empezó a ir en serio.
Esta gente salió escopetada del lugar y, reencontrados en Amsterdam, conociéndose muchos de conciertos o de la escena, seguían viéndose en fiestas. Helado te deja la sinceridad de los entrevistados cuando uno admite que estaban de esa guisa y de repente empezaron a ver la llegada de los "refugiados de verdad". Esto es, gente con hijos que había perdido su casa y prácticamente todo, que tenía que vérselas en un país del que desconocían todo y no les quedaba más remedio que empezar de cero.
En Yugoslavia solo hubo un percance por ser punks y duró unos días. Hay quien cree en este libro que posiblemente algún político pudo pensar que punk era un partido político. Especialmente, al escuchar que eran individualistas, medio anarquistas, que desafiaban al poder. El caso es que hubo redadas y algunos detenidos. Su crimen, llevar una esvástica. El problema es que era el logo de Dead Kennedys de "nazi punks fuck off" y estaba tachado. La policía no hilaba tan fino.
No obstante, para mi gusto, lo más relevante de este libro está en el aspecto tecnológico. La entrada de los sonidos de la Nueva Ola y el post-punk al país tuvo una motivación no tan cultural como tecnológica. El mérito era de los japoneses. Cuando pusieron en el mercado los sintetizadores Roland, los Korg 20 o la caja de ritmos Dr Rhythm, fue auténticamente revolucionario, porque incluso en la periferia yugoslava los chavales tenían dinero para comprárselas.
En Sarajevo fueron unos pasos por detrás que en Zagreb, Ljubliana o Belgrado, pero de su movimiento más punk, el Nuevo Primitivismo, surgió un programa de televisión que nada tenía que envidiar a Monty Python. Su nombre era Top Lista Nadrealista y no se cortaban ni una cala a la hora de mofarse del nacionalismo que estaba invadiendo la federación en sus años finales. Mi sketch favorito es Juegos de frontera, la escenificación de un torneo en el que los de "Nuestra República" tienen que competir a ver cuánto aguantan respirando el aire pestilente de "La república de ellos".
Al final el nacionalismo lo reduce todo a nosotros y ellos y es aquí, de nuevo, donde encontramos una diferencia sustancial con España. Si allí los jóvenes educados, modernos, que se movían en la contracultura, despreciaban el nacionalismo y te firmaban este sketch para toda la nación, lo curioso es observar en España cómo la gente del mismo perfil lo abraza, entra en su juego y está convencidísima de que la razón solo la tienen "los suyos", "los nuestros", "nosotros", los que tienen que unirse contra "ellos"; unirse a lo peor.