Como siempre he trabajado a horarios intempestivos voluntaria e involuntariamente, he chupado mucha tele de noche en la soledad de mi estancia. En momentos depresivos, en lugar de ver cine que me deprimiera más, siempre he tenido un antídoto: Enano Rojo. No solo porque la serie fuese muy divertida, que lo es, sino por el planteamiento. Un grupo de supervivientes que están solos en el espacio profundo, dentro de una nave gigantesca con toda la tripulación muerta, y que se dedican a vagar por la nada sin nada útil que hacer.
Ver esa serie con sus silencios y esa gran nada es extremadamente relajante, a la par que muy divertido. Aporta un clímax especial. Esa idea de naves abandonadas en el espacio es un mito recurrente, muy cercano al de Robinson, que ha dado para tanto y de tantas maneras en el mundo de la ficción.
De niño, si obtuve placer extremo con algo en este sentido, fue con el videojuego Strange Loop. En su edición española tenía una portada lamentable. De los pocos juegos de esa época que tenía una portada peor en la caja que una vez se cargaba el juego. Consistía en penetrar en una fábrica de robots en el punto más distante del sistema solar. Unos alienígenas habían hecho enloquecer a la fábrica y estaba reprogramando los robots para destruir la Tierra, lo de siempre. Era muy parecido al Sorcery, que la propia Virgin había sacado también ese año, pero en lugar de en el medievo, en las galaxias. En esos años no sabíamos salir de esos dos escenarios.
La gracia estaba en que la fábrica era una nave abandonada. Dentro, tenía un laberinto nada fácil y recorrerlo, escuchando el silencio y algunos sonidos propios de una fábrica sin humanos, me parecía de una belleza extraordinaria. Parece increíble que se lanzara en 1984 para Spectrum, pero en las mismas fechas ya había salido Elite, el videojuego de comercio espacial, en el que también tenías que vagar por el espacio. Eran muy buenos, aunque muy cutres a la hora de transmitir sensaciones, pero aún así, la soledad del cosmos y sus ritmos mucho más pausados los podías sentir.
De todo esto me he acordado leyendo Clásicos de la Ciencia Ficción, la recopilación de Weird Fantasy, Weird Science, Weird Science-Fantasy e Incredible Science-Fantasy, cabeceras clásicas de EC Comics, que reunió Planeta deAgostini en diez tomos entre 2004 y 2005. El mito de perderse en el espacio estaba muy presente en sus páginas. Por ejemplo, en 1955, en sentido literal, la historia Perdidos en el espacio, mismo título que la famosa serie del dios Irwin Allen entre 1965 y 1968.
En estas viñetas precursoras, la historia era mucho más prosaica, tenía más de drama sureño que de ciencia ficción. Un padre había metido a su hija en una nave y la había alejado noventa millones de kilómetros de su amor, un tal Jim, cuyo pecado era ser obrero de una fábrica. Malos tiempos para la automatización en este relato de anticipación. La huida había sido a Marte y lo bonito, lo que estimulaba la imaginación es que estaban solos. Por la mañana cabalgaban sestauros marcianos, se bañaban en los canales marcianos y caminaban por ciudades muertas. Solos, padre e hija.
La broma cruel es que en una salida “de caza” que hacían con su nave hacia Júpiter, ella logra escapar sobornando a un trabajador del safari jupiterino que le cede su nave. El problema era que ella sola no sabía trazar un rumbo espacial. Parecería que la sorpresa se iba a quedar ahí, que se perdería en el espacio, pero su padre logra interceptarla y entonces le pide que deje de alucinar. Él no le impide casarse con Jim, es que la Tierra ha desaparecido, fue destruida. Por eso ellos estaban solos en Marte.
El autor de esta historia fue Otto Binder, que solía firmar con su hermano con el seudónimo Eando Binder, con el que hicieron incluso algún capítulo en Rumbo a lo desconocido. Fue un guionista prolífico en esta época dorada del cómic, antes de la hegemonía absoluta de la televisión, y en su haber lo más reseñable es haber sido el co-creador de Supergirl cuando estaba en DC. Todo lo que se hace ahora sobre esta heroína lleva su firma en los créditos.
Mucho antes, en 1953, Bill Gaines y Al Feldstein escribieron Nave abandonada. Es la síntesis de esa historia que hemos visto tantas veces repetida en el cine posterior. Unos astronautas acuden a una nave que ha emitido una señal de socorro. Era un modelo antiguo de transporte de mercancías, sí, como el Nostromo. Y, por supuesto, cuando entran en la estructura se encuentran una colección de cadáveres. La tripulación muerta.
Leyendo el diario de abordo se encuentran con que la nave tras recibir el golpe de un asteroide, hizo escala en Elba II, un planeta que alojaba nada menos que al exilio de “todos los anti-demócratas y violentos y totalitarios”. Comenta un tripulante: “los mandaron aquí porque predicaban la intolerancia y querían quitarnos la libertad, en nuestro mundo no hay sitio para esta escoria”. Otro le dice al capitán: “Es mejor morir aquí que llevarles de vuelta y que infecten nuestro mundo con sus ideales enfermos”.
El plan de los exiliados era la gran pesadilla de la mala conciencia estadounidense: “enfrentaremos a raza contra raza, credo contra credo”. Y luego: “implantaremos dictaduras, destruiremos las instituciones democráticas de la libertad de expresión, prensa y culto y educaremos a la gente a nuestro modo”. El desenlace de la historia es el capitán cargándose el timón de su propia nave para que los totalitarios no puedan regresar a la Tierra. Todos morirían ahí, como náufragos. En la nave abandonada, los astronautas que encuentran su cadáver se cuadran y le dan las gracias.
Pero para lírica del abandono y soledad espacial, La llave del silencio, de la misma pareja de guionistas también en ese año. A mí aquí me tiemblan los párpados de la emoción al leer las evocaciones que hacen: “El silencio. El denso, opresivo, ensordecedor silencio del espacio. Te rodea por todas partes, te grita, te martillea en los tímpanos, te sisea en el cerebro torturado y cansado. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, te sientas a escucharlo… a escuchar el silencio muerto”.
Aquí había dos hombres solos en una nave. Antes eran dieciocho, pero por un accidente murieron dieciséis. Más o menos como empieza Enano Rojo. Al igual que en la serie, uno metió la pata, aunque aquí era por un día que estaba borracho. Lo curioso es que el otro, como castigo, no le dirige la palabra. Llevan cuatro años así, sin intercambiar palabra y uno se está volviendo loco. Acaban mal, no lo desvelaré. De hecho, estas historias, por su propia naturaleza, nunca pueden acabar bien.
Algunos, tenían mensajes nada complacientes. En Rescatados, de Wally Wood, a la postre co-fundador de Mad. Aquí, cuando el planeta ya no se podía habitar por un crecimiento exponencial de la población, lógicamente, se iban a colonizar otros mundos. Al llegar, había unas criaturas diferentes, “con forma humanoide, ojos como agujeros negros que centelleaban en sus cabezas de un verde repugnante ¡iban desnudos!”. Sin dudarlo, los acribillan y los matan a todos.
El problema es que un moho corrosivo destruye su nave y tienen que sobrevivir al raso. Pasados los años, acaban de forma muy parecida a los otros seres, las esporas del hongo entraban en sus pulmones y los iban deteriorando físicamente. Cuando por fin llega otra nave, corren hacia ella y, en cuanto les ven los que llegan, les acribillan a todos. Es posiblemente mi historia favorita de naufragios, aunque en estos tomos me resultaría difícil elegir entre tantas gemas, tan breves, tan contundentes, como La novia del futuro, Los conquistadores de la luna, Dos son compañía, El viaje de dos siglos… etc… Un lujo de imaginación e ideas divertidas sin pretensiones.