Para salir de caza hay que ir bien pertrechados. A ser posible, antes de que el sol se encarame en lo alto de las azoteas y te fulmine disparando balas perpendiculares de fuego como si fueras el enemigo a batir. El equipamiento básico consiste en unas zapatillas de deporte usadas, una camiseta de manga corta, preferiblemente de alguna marca de cerveza estrella, un sombrero o gorra de visera, unos pantalones medianamente cortos, gafas de sol, un bolso en bandolera para portear el instrumental de supervivencia y una cámara fotográfica de gatillo rápido y mirilla telescópica.
Se recomienda salir de cacería en grupo aunque los más temerarios se escabullen de vez en cuando para hacer incursiones en solitario buscando las presas más codiciadas que pasan desapercibidas para los ojos inexpertos. Una silueta retorcida en el asfalto, el contrapicado de un remate acrobático, la mirada felina de una bellea tras los encajes de un abanico inmaculado. El safari fotográfico por el territorio comanche de les Fogueres ya es un clásico.
Mis amigos hace años que se citan en la plaza de Gabriel Miró para mapear la ciudad a la sombra de un ficus centenario mientras se hidratan a destajo con zumo de cebada bien fresquita. Una buena hidratación es importante. Imprescindible diría yo. Dicen que agudiza el sentido de la vista o, por lo menos, lo distrae. Luego se enseñan mutuamente los trofeos en las redes sociales. Como reyes y banqueros, pero sin tener que pedir perdón por ello. Este año la fauna política se ha replegado.
Es natural. Sin elecciones a la vuelta a la esquina, Alicante no es un buen abrevadero de votos. Los machos y hembras alfa andan muy ocupados partiéndose los cuernos entre ellos para liderar sus respectivas manadas. No obstante, si uno madruga puede encontrarse por el Postiguet un ejemplar único de caza mayor. Un expresidente derrocado, caminando al trote en mangas de camisa antes de reincorporarse sin prisas a un lugar de trabajo que lleva esperándole más de un cuarto de siglo. Los disparos de las cámaras se ceban con él, ahora que ha perdido los dientes del poder. Al mediodía, la plaza de los Luceros es el lugar idóneo para los cazadores furtivos de carne tierna. Esos que olfatean en el aire la sangre de muchachas que corretean entre la maleza humana.
Devoradores de hembras jóvenes que se relamen al sol con la mirada fija en unos glúteos adolescentes. Pero la actividad cinegética de los safaris urbanos debería ampliarse a las noches festeras en las que el bestiario local sale de sus madrigueras para cantar a la luna cual sapos cancioneros o berracos en celo. Están los macarras motorizados de toda la vida que ensayan melodías infernales con sus tubos de escape. Los niñatos que rompen la madrugada con petardos enlatados en cualquier esquina. La precariedad barraquera está haciendo que proliferen especies híbridas nocturnas, mitad cuervos mitad ovejas, que a falta de presupuestos para orquestas decentes, “berregraznan” micrófono en mano desde karaokes low cost. Lo mismo te atacan con un estribillo desentonado de Raffaella Carrá que con una ronda de toritos bravos de El Fary. Veneno sonoro que se adentra impunemente en la quietud de las alcobas abiertas al fresco provocando salpullidos y vómitos de mala leche. Y por si no teníamos bastante con esta fauna autóctona, nos avisan que el mosquito tigre está al acecho. Açò si que és un destarifo. @layoyoba