ALICANTE. Explicaba el escritor Javier Marías en una entrevista, hace ya un tiempo, que mantenía libros sin leer de su admirado Thomas Bernhard, en espera de esos momentos huérfanos, necesitados de la fascinación y el abandono en un texto tan absorbente que el mundo más allá de las páginas fuera irreal, tan irreal como la vida misma.
El día 6 de enero, después de casi tres años de intensa lucha contra la ELA, Ricardo Emilio Piglia Renzi abandonó el mundo de la manera en que lo hacen los titanes, trabajando casi hasta el final, como ese otro titán grabado en mármol que dijo adiós unos días antes, John Berger. Ambos, gigantes secretos, gigantes a voces quedas y difusión boca a oreja, en conversaciones y devociones, en cafés y sobremesas, en hojas ciclostiladas por obreros de la reconversión industrial, el británico, en el mundo preinternet, en forma de cita más o menos ortodoxa el argentino, en blogs literarios, su decálogo de Tesis sobre el cuento, aparecido originariamente en el volumen “Formas breves”, en tiempos también anteriores a la explosión de la red.
Por encima de su praxis narrativa, en las novelas “Respiración artificial” y “Plata quemada”, o en los libros de relatos y nouvelles “Jaulario”, “Nombre falso” o “Prisión perpetua”, es con este trabajo de teoría literaria con el que alcanza su primer club de fans irredentos. Todo cuentista, todo escritor interesado por las distancias cortas, tiene una copia grabada en su mente, manuscrita al principio de sus libretas, mecanografiada y colgada en sus paredes o, recientemente, guardada entre los documentos electrónicos de su tablet, de su categórico “todo cuento siempre cuenta dos historias”. Esa fue la primera etapa de fama encubierta de Ricardo Piglia. La segunda fue la de su heterónimo Emilio Renzi, adoptado como yo narrativo desde la novela “Respiración artificial”, presente en las nouvelles que forman parte de “Prisión perpetua” y, desde que Anagrama los empezó a publicar en 2015, de esos “Los diarios de Emilio Renzi” que tanto lo emparentan con el Thomas Bernhard de “El origen”, “El sótano”, “El aliento”, “El frío”, “Un niño” y “El sobrino de Wittgenstein”.
Qué gran acierto mantener el apellido materno, extrañeza en la Argentina, para así ser otro sin dejar de ser uno, para poder, desde los 16 años, llenar libretas con la vida observada, para poder recordar otra vida y que la vida de los diarios pase a ser la vida narrada, porque eso son esos Diarios de Emilio Renzi que Piglia lega en marcha, dos volúmenes “Los años de formación (1957-1967)” , “Los años felices (1968-1975)” y la promesa de “Un día en la vida”.
Allá donde dice ¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro). Lo que está claro es que Piglia pertenece a esa estirpe de escritores que son el artefacto para “convertir a alguien en lector, para ser convertidos en lectores”, y mantener algunos de sus libros en la nevera, en espera de tiempos aún peores, aún más huérfanos, necesitados de la fascinación y el abandono en la suspensión total de la incredulidad, o el abandono en la razón total de la literatura.
Porque Piglia, Berger y la literatura no se merecen ser sólo un obituario, una aparición circunstancial bajo la admonición de Hades o los hados de los premios.