VALÈNCIA. Poco importa cuál sea su ubicación, el signo político que predomine entre sus paredes o el carácter de sus moradores, el auténtico elemento que tienen en común miles de hogares de nuestra geografía es que por sus estanterías han pasado en algún momento terroríficas manualidades que los infantes de cada familia perpetraron con muchísima ilusión en una granjaescuela o una actividad extraescolar. Cuando habitas la patria de la niñez fabricar realidades con tus propias manos y regalarlas a tus seres queridos supone una fuente de alegría y orgullo imbatible. Un cuenco para tu madre, un pisapapeles para tu abuela, otro cuenco para tu tía, otro pisapapeles para tu padre… Crear y jugar son aquí dos estancias que riman y caminan de la mano. Juegas a la creatividad, creas jugando. Pero en ese traumático ejercicio que es performar la adultez la mayoría de humanos dejan de lado ambos verbos.
Ojo, el afán de seguir jugando a crear permanece en nosotros, pero debe luchar a cara de perro con las exigencias de una cotidianeidad intransigente y acelerada. Tal vez ahí resida el éxito que en los últimos años están viviendo las clases de cerámica, entornos en los que entregarse sin ambages al barro, mancharse los dedos, olvidarse de los vaivenes vitales y regresar a casa con un plato made in nosotros. En el panorama del fango encontramos sesiones con torno (venga, este es el momento de insertar vuestra referencia a Ghost) o con modelado manual; cursos puntuales o clases continuas a lo largo de varios meses. La alfarería se presenta así como inesperada resistencia íntima a los ritmos productivos contemporáneos, esos en los que nunca hacemos lo suficiente ni avanzamos lo suficientemente rápido. Una fórmula de evasión temporal ante las lógicas de la eficiencia veloz que todo lo impregnan.
“Muchas de las personas que acuden a nuestras clases trabajan cara a la pantalla del ordenador y sienten que necesitan desconectar y reencontrarse con la creatividad a través de las manos. Montamos el taller hace tres años y hemos visto cómo va en aumento el interés por la cerámica; sin duda, está en auge. Enfocamos las clases a objetos funcionales, como piezas de vajilla. Al principio planteamos tres ejercicios básicos con técnicas sencillas: un bol, una taza y un plato. A partir de ahí cada uno hace lo que más les motive. Mucha gente viene con referencias que ha encontrado en Instagram o Pinterest y les vamos guiando para que logren algo semejante”, apuntan Patricia Soriano y Celia Collado, profesoras en Cuit (un enclave que ejerce de escuela, taller y tienda de asuntos cerámicos).
Una de las alumnas que se han lanzado a esta vía láctea de la alfarería es Alexia Guillot: “buscaba hobbies en los que no pudiera estar mirando el móvil y que no tuvieran que ver con mi trabajo. Nunca se me han dado bien las prácticas creativas como dibujar, y pensé que con la cerámica no importaba tanto dominar la técnica y que se parecía un poco a jugar con plastilina. Además, era algo mío que nadie más iba a ver, así que si salía feo no pasaba nada”. Una experiencia que coincide con la de Teresa Timoteo: “después del confinamiento tuve un bache emocional y, hablando en terapia, surgió la idea de apuntarme a alguna actividad que requiriera creatividad y concentración. Además, tenía que ser una afición en la que me permitiera el margen de error, hacer algo de lo que no tuviera ni idea y que pudiese salirme fatal sin que eso fuera un obstáculo”.
Para quienes no tienen muy claro si eso de enfangarse las falanges es lo suyo, en Estudio CERÁMICA Adriana Cabello ofrece clases de una sola sesión a modo de bautismo alfarero: “lo planteo como una introducción a la cerámica, una primera toma de contacto para quien quiera vivir la experiencia o hacer un plan diferente de ocio creativo, pero sin necesidad de comprometerse a más, como quien se va a ver una exposición o a la feria. Enseño un par de técnicas y doy mucha libertad para que enfoquen las piezas como quieran. Las decoran y yo me encargo de darle el horneado final y el esmalte. Y, si prueban y les engancha, pueden buscar otros cursos de más duración. La experiencia de crear algo con tus manos es en sí muy gratificante, pero, además, la gente se pone muy contenta de poder fabricar un utensilio, llevárselo y usarlo en su día a día”, explica.
Instalados en la era de la urgencia perpetua, de la aceleración como leitmotiv, el barro se erige como un agente contracultural. Hay algo casi subversivo en entregarse al torno durante un rato y hacerle una pedorreta a la dictadura del multitasking. Así lo ve Guillot, para quien el tapete del fango “te obliga a parar y a gozar de ese rato en el que estás manchándote las manos, de esa lentitud. Cuando he querido hacer objetos en serie, de forma más rápida, no lo he disfrutado igual”.
Marta Gea es la responsable de las clases de cerámica en el espacio Taller 21 de Benimaclet, donde confluyen creadores de distintas disciplinas. “La cerámica tiene un puto espiritual, casi terapeútico. Frente a una rutina enfermiza de presión social y saturación, la cerámica te permite desconectar del mundo exterior y conectar con una misma. Creo que hasta se puede llegar a un estado meditativo en el que te olvidas de los problemas y te centras en cómo tu mano toca el barro”, explica. En ese sentido, destaca que en un mundo “hipertecnológico como el actual, en el que con un teléfono consigues automáticamente cualquier cosa sin preguntarte cómo ha sido producido, la cerámica te lleva a las raíces, a lo esencial. Fabricas las cosas por ti misma a base de barro, agua y fuego, entras en contacto con esos elementos primarios”.
Aquí la cerámica manda y no tu panda, lo cual implica respetar los tiempos y procesos que dictan los materiales. No se le puede meter prisa a la arcilla, no se puede estresar al horno para que cueca más rápido o presionar a la taza para que esté lista cuando antes mejor. Y eso, en un 2022 en el que quien más quien menos ha coqueteado con el colapso, adquiere tintes de liberación. “No tiene sentido la prisa, los materiales y los procesos tienen su tiempo y hay que respetarlos. Y creo que para muchas de nosotras eso supone una sensación muy placentera con la que en la actualidad no estamos muy familiarizadas”, expone Andrea Kruithof, otra alfarera aficionada.
Y en la misma línea mueve ficha Diana Montesinos: "Siempre digo que es como que tu cerebro vaya al gimnasio. Supone un subidón enorme recoger un bol hecho por ti. Durante el tiempo que estoy en Cuit, consigo abstraerme totalmente del resto de cosas y concentrarme en mis manos y en lo que estoy creando. Es tremendamente relajante y adictivo”. ¿Su obra favorita hasta el momento? “Como buena fan de Jim Henson me gustan mucho las piezas que estoy haciendo últimamente inspiradas en Los Teleñecos”.
Introduce aquí Kruithof otra derivada del éxito de estos cursos: no aspirar a la excelencia, no tener que cumplir más estándares que los propios. “Si el resultado es mediocre, no pasa nada. No hace falta que sea nada superartístico, puede ser un plato que has decorado y ya está. Cuando crecemos, parece que tenemos que purificar nuestra identidad, ser solamente una cosa y ser además expertos en ella y esta afición te permite todo lo contrario”, resalta. De hecho, plantearse la cerámica como un juego y el error como parte de ese mapa del tesoro es otro de los comunes denominadores entre el fandom alfarero. “Para mí es ir a jugar, a estar tranquila y crear despacio – indica Guillot–. A veces te agobias porque piensas que un jarrón no te ha quedado ‘perfecto’, pero entonces Patricia y Celia te dicen que así resulta ‘más orgánico’ y mira, fenomenal, pues más orgánico. Al final, pierdes la vergüenza a no hacerlo bien”.
El borrón se convierte de esta manera en trinchera, el fallo se alza en rebeldía y se reivindica como otra forma válida de estar en el mundo. “Me dedico a la hostelería y en mi trabajo todo tiene que ser perfecto y hacerse lo más rápido posible. En la cerámica no, aquí se permite la imperfección y los ritmos lentos, me estoy el tiempo que necesite, sin prisas. Me encanta ese punto de incertidumbre, esmaltar algo y que acabe siendo de un color diferente al que tenías en mente”, comenta Timoteo, asistente a Taller 21. Preguntamos por un favorito en su catálogo personal: “la pieza a la que más cariño le tengo es la primera que hice: una tacita muy pequeña que le regalé a mi madre”.
La frustración y el chasco constituyen una parte fundamental del aprendizaje en la cerámica: “es mejor no tener expectativas, aceptar que por mucho que quieras algo es posible que no salga exactamente de la manera que tú quieres. Y eso se puede aplicar a cualquier aspecto de la vida. Por eso, más allá de venir y hacer un cuenco, esta disciplina te permite realizar un ejercicio mental bastante saludable”, comenta Gea. En la misma orilla discursiva, Kruithof reconoce que en ocasiones “estás muy ilusionada con una pieza y al final es un desastre, pero eso es positivo porque aprendes a seguir probando. Aquí produces objetos imperfectos, que a veces se rompen, que no cumplen con lo que esperabas…y eso me va muy bien”. Preguntada por su vástago cerámico predilecto, lo tiene claro: “un día soñé con un hipopótamo de cerámica y hasta que no lo conseguí no paré. Ahora mi objetivo es hacer una taza octogonal”. Frente a la tiranía de la velocidad y la disponibilidad constante, una barricada de cuencos y jarrones nos hace señas.
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