Hace unos días el castillo Santa Bárbara y buena parte de la ciudad estuvieron invadidas por la niebla. De forma sigilosa fue ganando terreno desde el mar hasta la costa y de ahí hacia el interior. En la calle, a pocos metros, no se veía a quien tenías delante, a riesgo de tropiezos, atracos u otras artes callejeras de personal de mala catadura. Y uno piensa: ¿qué pasaría hace unos siglos cuando las calles estaban a oscuras?
A finales del siglo XVIII oscurecía sin alumbrado en la ciudad de Alicante. Había que tener valor para salir a la calle en estas circunstancias.
“Alicante, como la mayor parte de las poblaciones del Reino, presentaba por las noches un aspecto en extremo desagradable, pues permanecía completamente en tinieblas, con gran riesgo de los que tenían necesidad de salir de sus casas”, en palabras del cronista Nicasio Camilo Jover, quien lo contó en su libro 'Reseña Histórica de la Ciudad de Alicante'.
Insiste en esto otro cronista, Enrique Cerdán Tato, quien escribió en 'La gatera' sobre este asunto manifestando que “en invierno, cuando caía la tarde, apenas se podía ir de calles sin dártela con una esquina o con la afilada daga de un sicario o de un salteador”. Si esto lo leyera uno de esos descarados que todo lo saben, de los que tantos hay por ahí, dirían que Cerdán Tato había visto muchas películas. Y puede que así fuera. Pero dicho cronista tenía motivos para contarlo así fruto de sus investigaciones y lecturas, en ese apasionante mundo de la investigación periodística que - sin serlo – me ha contagiado. Cerdán Tato seguía diciendo que “Alicante, como otras tantas ciudades, ofrecía un aspecto tenebroso y nadie, a menos que tuviera una perentoria urgencia profesional, abandonaba la seguridad de su casa: era un riesgo echarse afuera, en medio de una oscuridad que ningún alumbrado disipaba”. Qué miedo diría aquel, tanta inseguridad y no menos incertidumbre.
Había que remediarlo. ¿Pero cómo, de dónde sacaban los medios y los dineros para hacerlo? ¿Quién y cómo se lo proponía al Rey para que su propósito tuviera posibilidades de éxito? Además del permiso real, fueron los celos los que contribuyeron a ponerle remedio. Entonces algunos se preguntaron ¿por qué aquellos sí y ellos no? ¿Qué tienen que no tengamos nosotros? Ya verá.
El Gobernador provincial, Francisco Pacheco - ya le he dado el nombre de uno de los protagonistas de esta crónica y presunto celoso - se enteró que a la ciudad de Valencia se le había concedido el permiso para instalar el alumbrado en sus calles. Y Pacheco pensó que la ciudad de Alicante no podía ser menos por su amplio desarrollo en todos los sentidos teniendo en cuenta el puerto, puntero en tráfico de mercancías y de personas. Por tenerlo, Alicante era una ciudad reconocida en la Corte. Una ciudad pujante, de tanta importancia, tenía que dar seguridad por la noche a sus vecinos, a los que venían de fuera y a los que estaban de tránsito.
Y así, ni corto ni perezoso, Pacheco se lo pidió por escrito al Rey Carlos III que tanto ayudó al progreso urbanístico de la ciudad. Pero no lo hizo sólo. Su misiva la firmaron también Francisco Borgunyo, Josep Nicolás Alcaraz, Josep Pizona y Nicolás Pro. Era el 27 de marzo de 1787. Ese documento deja claro su petición. Es interesante leerlo. Dice así: “Las tinieblas y oscuridad de la noche es materia dispuesta para el ejercicio de las maldades e insultos nocturnos, como la experiencia lo tiene acreditado, y en su precaución exige esta necesidad la aplicación de los medios que en lo posible lo eviten. Sin perjuicio de las continuas rondas y otras operaciones dirigidas al intento, no se acomoda otro que el del auxilio de la luz artificial con el competente alumbrado en las calles”. Esta carta al Rey sigue diciendo que la propuesta ha sido aprobada en el Ayuntamiento, solicitando la autorización real para emprenderlo, con el permiso para exigir su colaboración a los propietarios de las casas por su coste e instalación. Esta petición fue aprobada por el Rey. Preocupado por las cuestiones urbanísticas e infraestructuras, el ornato de la ciudad, la iluminación nocturna, entre otras cosas, a Carlos III se le llamó “el mejor alcalde de Madrid” y, por extensión, bien podría tener ese apodo en otras localidades españolas.
Pero ¿qué valía esta instalación? Era la pregunta del millón, que se diría hoy. Ahí van las cifras, que no era poca cosa. Hacían falta 470 faroles para iluminar la ciudad con un coste total de 28.200 reales, a lo que había que añadir el valor del aceite para su abastecimiento con un valor de 27.334 reales anuales. Además, en la Real Orden se afirmaba a las autoridades para que dictaran las “disposiciones necesarias para que el vecindario cuidase del alumbrado público con el mayor esmero”. Qué bueno. También hoy sería necesario divulgar este mensaje. Aunque para que los gamberros – que los hay y muchos – hagan caso, eso es otra cosa.
Para sufragar estos gastos se creó un arbitrio “de cuatro maravedíes sobre cada libra de nieve de las que se consumían en la ciudad y su término”. Esta resolución está firmada en Madrid por el Conde de Campomanes el 13 de agosto de 1790.
Se consiguió lo que se buscaba: iluminar las calles y, así, conseguir mayor seguridad en ellas cuando se hacía de noche.
En la actualidad lo del alumbrado está resuelto, aunque en los últimos años algunas partes de la ciudad están más oscuras que iluminadas, incluso en el centro urbano, no me diga que solo ocurre en la periferia. Será por el ahorro energético. Desde el Ayuntamiento se aboga por la electricidad conseguida a través de la energía solar para instalar en los establecimientos públicos, luego vendrá el alumbrado supongo. Será por sol... Tenemos de sobra para generar esta energía limpia. Y viento, si es preciso. Ha tenido que ocurrir la pandemia mundial y la guerra de Ucrania para que determinados poderes públicos españoles se den cuenta de esta energía verde. Pues espabilen, que la tenemos a mano.