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La arqueología confirma los testimonios sobre el maltrato a miles de prisioneros 

Campo de concentración de Albatera: memoria y huellas del infierno

25/06/2022 - 

VALÈNCIA (EFE). Al amanecer de un día de verano de 1939, unos 7.000 hombres harapientos permanecen de pie en una explanada entre barracones en un campo de concentración. Tres prisioneros van a ser fusilados para escarmiento de todos por intentar fugarse.

Ante el murmullo indignado de sus compañeros, un condenado les pide calma para evitar un ametrallamiento masivo. Los disparos del pelotón acaban con los tres, que mueren puño en alto.

Este episodio, en términos muy parecidos, se recoge en varios libros de memorias y en testimonios sin editar de prisioneros del campo de Albatera, un campo de trabajo construido por la República, que Franco convirtió en el mayor presidio de su clase durante los primeros meses de la posguerra española. En 13 hectáreas de superficie llegó a alojar a casi 15.000 hombres apresados en el puerto de Alicante, último reducto republicano.

En lo esencial, la verdad testimonial es indudable para los historiadores: durante los 200 días que estuvo activo tras la guerra, de principios de abril a finales de octubre del 1939, en el campo de Albatera se produjeron fusilamientos dentro del recinto y en su entorno, decenas de reclusos murieron de enfermedades infecciosas y desnutrición y cientos de presos fueron puestos en manos de "comisiones" que se los llevaron para hacer justicia por su cuenta.

Pero, ¿qué evidencias quedan de eso más allá de los testimonios? La instalación se arrasó poco después de ser abandonada, la documentación del campo desapareció y los terrenos salitrosos que ocupó fueron cultivados durante décadas.

"La investigación histórica ya ha llegado a un punto muerto", subraya Felipe Mejías, responsable del proyecto arqueológico que recoge las huellas materiales de aquel infierno. 

Foto: GVA

"La gente asimila la arqueología a contextos medievales, romanos o a la prehistoria, pero se puede estudiar un espacio de estas características con metodología arqueológica; es que no hay otra forma en este caso", defiende.

Su equipo prepara para finales de este verano la tercera campaña de excavaciones.

Buscan, entre otros restos, las fosas en que fueron enterrados los fusilados y los que murieron enfermos. Los asesinados en el fusilamiento público del verano del 39 son, considera Mejías, tres de los diez únicos fallecidos que fueron inscritos en el registro civil de Albatera, pero hay muchos más.

"¿Qué pasa aquí en los meses de abril, mayo y junio, que son los peores, cuando más hacinamiento hay, cuando más fugas hay, cuando más fusilamientos hay? Esos muertos han desaparecido, sabemos que están en los alrededores del campo", explica. 

Silencio obligado

Para encontrarlos, el arqueólogo se apoya en la memoria de algunos testigos clave como Paco Rojo, quien de niño se instaló junto a sus padres y sus seis hermanos en San Isidro, el pueblo creado a mediados de los 50 por el Instituto Nacional de Colonización para cultivar las tierras del área entre Albatera y Catral en que se encontraba el campo.

"Mi padre se creía que esto era bueno porque le daban 30 tahúllas (3,3 hectáreas) y una casa, y como allí en Murcia solo teníamos una casita, pues él dijo: 'Esto es la gloria', y aquí para muchísimos esto fue el infierno", cuenta a Efe.

A su padre le asignaron tierras en lo que había sido el campo de concentración, donde plantó cebada, "y le dijeron que si encontraba algo tenía que callar", señala Rojo, que de niño halló un cráneo y restos de un brazo. En otras muchas ocasiones, recogió balas sin percutir de las que extraía pólvora que prendía para jugar.

La familia de Paco cultivó durante años la tierra en la que yacían los restos de prisioneros de un centro de represión cuyo único rastro vigente hoy son los muros del horno de pan de la instalación republicana original, que el padre integró en su caseta de aperos.

En la segunda mitad de los 70, Antonio Mesa, un granadino también emigrado a San Isidro a cambio de tierra y casa, mandaba una cuadrilla en la instalación de tuberías para el drenaje del agua salina que hace tan difícil cultivar esas tierras.

"Escarbando, escarbando, cuando va la máquina haciendo, me encontré el difunto, pero entonces no podíamos decir nada", cuenta. Dieron con un esqueleto completo, sobre un lecho de dos centímetros de un material gris que les pareció hormigón y podría ser cal.

Mesa apunta hacia la palmera próxima al lugar donde afloraron aquellos restos humanos que, asegura, volvieron a cubrir para continuar la obra sin más. "Cómo ibas a hablar entonces, a lo mejor te encerraban", argumenta.

Hambre, sed y tifus

"Los testimonios son muy precisos", subraya Felipe Mejías, esperanzado de que en la tercera campaña de excavaciones darán al fin con una o varias fosas comunes pese a que el suelo en el que trabajan "se ha transformado mucho".

Sin documentos militares que lo corroboren, la memoria de los presos y de quienes hallaron restos de cadáveres es la base del trabajo arqueológico. "Por los testimonios que he ido recogiendo, posiblemente fueron fusiladas 25 o 30 personas", indica.

No obstante, "la mayor causa de muerte en el campo es la enfermedad, el tifus" y dolencias intestinales causados por la absoluta falta de higiene, la escasez de agua y una dieta ínfima.

"La gente tuvo que dormir a la intemperie" y defenderse de "insectos, chinches y parásitos", porque el campo, construido a partir del verano de 1937 por presos afines al bando nacional para unas 2.000 personas que nunca llegaron a alcanzarse, tuvo ya en la etapa franquista unos 14.000 prisioneros.

"Vienen huyendo del final de la guerra, mal alimentados, algunos entran enfermos ya, vienen del frente, y luego, desde el principio, las condiciones de alimentación e hidratación son pésimas, les dan de comer muy poco (...). Entre ocho y diez ingestas en el primer mes, y sardinas y pan nada más. Una lata de sardinas para dos, y un bollo para cinco. Muy poca agua, y aquí hace mucho calor. En abril llueve, se mojan, la gente empieza a morir prácticamente desde el primer día. Los testimonios dicen que tocaban diana por la mañana y siempre había alguno que no se levantaba porque estaba muerto", resume.

Foto: GVA

En las dos campañas de excavación previas, Mejías y su equipo han encontrado restos de latas de sardinas y botes de legumbres cocidas, y monedas de los años 37 y 38 que podrían proceder de la etapa republicana del campo, aunque el hecho de que algunas estén perforadas sugiere que ya era dinero inservible que los prisioneros rojos llevaban consigo en su huida.

Más valor tenía un anillo de oro de niño, hallado en la letrina de un barracón, una pieza que posiblemente un preso ingirió para evitar que se la requisaran y que acabó perdiendo.

Elementos de las construcciones como ladrillos, piezas de uralita, tuberías, arandelas, cables, postes de vallas; y de utillaje y vestimenta, como cubiertos, botones, escudillas, hebillas, y munición abundante y diversa van conformando el mosaico que materializa los recuerdos.

Las balas percutidas del ejército franquista en la explanada donde se hacía formar a los prisioneros podrían confirmar "fusilamientos y represalias" recogidos en los testimonios, pero además hay proyectiles de fusiles que se emplearon en la Tercera Guerra Carlista (1872-1876).

Mejías expone cuánto de revelador tiene este aparente anacronismo: hubo paramilitares que tenían armas antiguas y se presentaron voluntarios para realizar fusilamientos. Así se ha documentado en otros lugares y debió ocurrir en el campo de Albatera, donde "prácticamente todos los días había 'sacas', venían falangistas a identificar a prisioneros y se los llevaban".

Los muertos hablan

Para situar de forma precisa lo que aparece en el suelo respecto al espacio real que ocupó el campo, el equipo arqueológico cuenta con un recurso de gran valor: una fotografía aérea realizada en 1946 por el ejército estadounidense a la que se ha podido superponer el plano del proyecto del campo de 1937, "y coincide punto por punto", subraya.

El arqueólogo no desecha ninguna información. En su visita al campo con Efe, pregunta a una de las pocas personas vivas que atesoran recuerdos del campo por la altura de las vallas y sobre si vio a mucha gente tras el alambre de púas.

"Nací en el 36 -rememora Marco Antonio Rovira-, tenía 3 años y pico. Vine con mi madre a ver a su hermano, que era prisionero, Ricardo Hernández Ortigosa. Nos ponían detrás de una alambrada, nos pasaban a un pasillo, luego había otra alambrada, y en el pasillo había un regular del ejército de África que me cogía y me pasaba donde estaban los prisioneros, y mi tío me tenía un poco de tiempo y me devolvía".

"De cómo estaba -se excusa- no me puedo acordar, pero de las alambradas y de que había mucha gente que venían a verlos y a traerles comida, sí".

A partir de agosto, Mejías quiere excavar la fosa séptica general, donde según un testimonio pudieron arrojarse cadáveres, y encontrar otros lugares de enterramiento que sabe que existieron y está convencido de que aportarán información relevante para que nadie cuestione las atrocidades cometidas en el campo de Albatera.

"Tenemos la evidencia arqueológica, tenemos los barracones, tenemos los testimonios, tenemos los objetos, pero hay gente que todavía no se cree que aquí hubo represión a ese nivel, que aquí murieron personas. No hay nada más gráfico que un muerto, porque los muertos hablan, te cuentan mucho", afirma.

El arqueólogo aspira a completar el proyecto con al menos una campaña más en 2023 e impulsar después con el respaldo de la Generalitat Valenciana la creación en San Isidro de un centro de interpretación para explicar qué pasó en el campo de concentración.

El alcalde, Manuel Gil, destaca que la Generalitat Valenciana tramita la declaración del espacio como "lugar de la memoria" para preservarlo, que se van a adquirir dos parcelas de las que ocupaba el campo y que el pueblo apoya la creación del centro de interpretación.


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