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LA LIBRERÍA

‘Piedra, papel, tijera’ y Maxim Ósipov

VALÈNCIA. Que demos tanto valor a la sorpresa debe ser síntoma de un aburrimiento generalizado, de una rutina apisonadora o de una preocupante pérdida de sensibilidad, de tal modo que solo somos capaces de sentir algo, de despertar del letargo, cuando el mago saca el conejo de la chistera, o lo que pueda equivaler en la era de las elaboradas transiciones de TikTok. Si conocer de antemano determinados detalles de películas o series las arruina, incluso temporadas enteras, es porque toda la historia se ha planteado en función de un giro final, de una revelación, y el resto, es decir, nada más y nada menos que todo lo demás, no es lo suficientemente relevante para justificar el visionado. Es lo que pasa en el último capítulo, escondido con cuidado por espinosos acuerdos de confidencialidad, lo que hará que paguemos satisfechos la cuota de la plataforma o la entrada del cine —esto cada vez menos—. Al final sí aparecen los spidermanes de sagas anteriores. Aplausos en la sala, gritos de emoción en clave de fan service. Pero si alguien te lo cuenta, adiós. Nos pasa. Si esperas demasiado a ver el desenlace de una serie hasta el punto en que el spoiler es vox populi, ya no te apetece ponerte con ella. Somos adictos al giro inesperado. Necesitamos nuestra dosis. Sin embargo, hay multitud de sabores en el camino a Ítaca de cliffhanger en cliffhanger: hechos, descripciones, respuestas, belleza que no precisa de trucos de prestidigitación. Lo que pasa, claro, es que construir una historia que se sostenga por sí sola con estos elementos, sin sorpresas, no es fácil de conseguir. El efecto del truco o la trampa sí lo es. Hay que poseer una elevada sensibilidad para captar todo aquello esencial que puede ser al mismo tiempo extraordinario, y luego, claro, hay que tener también la habilidad de convertirlo en algo realmente especial. Se requiere talento.

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