Estos meses el colectivo médico se ha puesto en pie por el borrador del Estatuto Marco que la ministra quiere sacar adelante y me asombra que estemos unidos en la protesta; los médicos rara vez protestamos, sólo estamos cegados por sacar la faena. Muchas de las medidas del nuevo Estatuto regulan de forma draconiana lo que hacemos, de igual modo que ha sucedido siempre pero, ¿acaso se puede aspirar a las 35 horas semanales? Con tan pocos efectivos de reemplazo y un aluvión de jubilaciones a la vista, ¿se pueden ofrecer oxígeno a los facultativos?
No parece posible si no se estudia lo que hacemos de forma diferencial respecto al resto de sanitarios. Leo que esto es inviable y los argumentos del ministerio me dejan muda: hacerlo sería algo preconstitucional. Leo un poco más y la jerigonza jurídica me tumba al primer asalto. Es normal: soy médica, estoy acostumbrada a pensar que no sé lo suficiente. Pero después me pregunto en qué momento los médicos hemos sido un colectivo que se pueda equiparar al resto. Se nos regula y regular, dice la RAE, significa medir, ajustar o computar algo por comparación o deducción. ¿Cuándo pasó esto de la regulación?, ¿el día qué se decidió exigirnos 360 créditos en el grado?, ¿dos oposiciones para tener el mismo estilo de vida sin sobresaltos que tienen otros? El día que se pensó que tener vocación admitía todos los abusos imaginables, sospecho, ese día se nos reguló en el mismo saco que a los demás. Ya…- nos oímos- como a ti te gusta lo que haces...O: si vas a tener siempre un trabajo bien pagado….
El médico pasa más fatigas hasta conseguir su plaza que un condenado a Siberia, regala su juventud a una biblioteca y llega a su primera plaza (MIR) con un entusiasmo febril. Entonces, el sistema exprime con método y constancia ese petróleo barato que somos hasta vernos en el colapso. Hay una epidemia inédita de galenos que se automedican con cócteles para la depresión o cursan baja; nos fue más fácil encarar la Covid 19 que los años pospandemia, ¿qué nos ha pasado?
El médico es la respuesta de la sociedad cuando se pretende que todos, también los más vulnerables, tengamos derecho a una vida digna, una pertenencia tranquila a la tribu, un paso amable por esta broma de existir; el médico no puede ser un elemento más en la comunidad ya que sus decisiones, pericia o impericia, ponen en circulación todo que nos hace llamarnos sociedad, o sea, la sostenibilidad de sus miembros. Se nos requiere desde el buen nacer al buen morir; dicho de otro modo, si no hay salud no se permite la fiesta.
Veinte años de experiencia en la medicina han sido suficientes para entender que esto que hacemos no es un oficio sino una especie de sacerdocio, un cepo, cierto billete sin retorno a lo peor y mejor de la condición humana; más que una profesión parece una maldición (la frase no es mía, sino de un médico que dimitió y se metió a director de cine). Qué otra cosa puede ser mientras nuestro material de trabajo no sean números ni mapas, sino seres humanos sufrientes y vulnerables, ¿acaso podemos bajar ventanilla cuando es la hora de irnos a casa si estamos atendiendo una crisis aguda? Resulta un descalabro meternos en el molde de las demás profesiones, con las obligaciones de otros sin las prebendas de otros. ¿Por qué no podemos elegir si queremos o no hacer guardias?, ¿por qué en otros países se pueden dejar de hacer antes de los 55 años?, ¿a quién le apetece que le metan en el mismo grupo profesional que compañeros que no cursaron seis años de carrera, sino cuatro? O, dicho de otro modo, ¿a qué paciente le apetece que lo atienda un médico que sólo estudió cuatro años?
Suelo entender mi consulta como un gimnasio de pensar, un lugar de entrenamiento para estar fit, estirar el alma hasta hacerla flexible. Los pacientes ganan espacio personal para poder dialogar de forma amable consigo mismos, amable quiere decir inteligente, quiere decir con estrategia. No siempre sale bien. Hoy pensaba en los pacientes que se me han matado o muerto y en ese posesivo (se “me” han matado), tan pegajoso y vanidoso que se nos mete a los médicos en la cabeza, ¿de dónde sale esa forma de pensar nuestra jornada?, ¿de quién y cómo la aprendimos? Después de años en el oficio, las pérdidas, los duelos, los socavones de mi historial se me enredan de vez en cuando en los pies. Leriche, un célebre cirujano, decía que los pacientes perdidos eran como un cementerio en su cabeza, ¿qué complemento salarial cubre ese cementerio de cada uno?

- La ministra de Sanidad, Mónica García. -
- Foto: RICARDO RUBIO/EP
En el 2003, cuando echó a rodar la regulación que ahora se ve caduca, yo firmaba mi primer contrato como especialista adjunta. Entonces no tenía ni idea de que mis guardias no se pagaban como horas extras ni computarían para la jubilación, pero hoy saco la calculadora y me salen 850 días, 2,32 años robados. Era joven, sólo quería un contrato que durase hasta el verano y no me exigiera hacer muchos kilómetros. Por entonces la jubilación era esa palabra remota, aquello que le pasaba a la gente, otra gente. Dos décadas después, y un síndrome de burnout por medio, me escandaliza no haberme leído bien aquél primer contrato. Son temas que se quedan en la periferia, en el hospital sólo se habla de pacientes, de familiares latosos, de cambios de guardia, de quién se mueve de este a aquél contrato y de lo mal que lo hacen los de arriba.
¿Por qué es tan difícil que nuestro gremio se ponga en pie? Se nos educó en la obediencia, una carrera tan larga lo exige. Somos caballos de tiro. Enfermería, sin embargo, es mucho más eficaz cuando reivindica derechos, nosotros sólo sabemos encogernos de hombros y arrastrar los pies hasta nuestra consulta. Estamos agotados, muchos dejamos la pública al refugio de la privada, los más jóvenes emigran y los menos barruntan jubilaciones precoces o permisos sin sueldo.
Cuando empecé, una enfermera entraba mi despacho y me decía “carinyet, esto es el seguro…”. Eran los felices 90 y ella me presionaba para hacer las consultas más cortas. Entonces yo apenas bostezaba en un mundo que me tragaría como una boca rugiente, sólo ansiaba cancelar mi inexperiencia, dar con mi lugar, mi forma, mi estilo dentro de la barbarie. Qué sabía yo. La medicina sin relojes avanzaba hacia su extinción, escribíamos garabatos en una carpeta y sabíamos el color de ojos de nuestros pacientes. Todos teníamos fe en el sistema, en la buena voluntad de las personas cuando ayudan a otras personas, no teníamos ni idea de que eso se llama humanismo y nos centrábamos en la técnica, el dominio de palabras difíciles, la infalibilidad de cada decisión. Me costaba la prisa y los pacientes se acumulaban en la salita rugiendo sobre el mostrador, pero cambiaban el rictus en cuanto cruzaban mi puerta porque yo era quien les conseguiría una receta, un informe exculpatorio, un pasaporte para huir del infierno. Me esforcé en la agilidad, la prisa, el 3x1, pero no logré atajar mis retrasos. No supe muy bien qué sería eso “del seguro” hasta hace poco, ya que hoy se ve por todas partes: significa que la piel tan fina se convierte en cuero y el espíritu se congela y el cinismo y el desapego amanecen.
¿Qué otra cosa pueden hacer los médicos cuando se sienten exhaustos?, ¿si llevan décadas encadenando contratos precarios?, ¿si la hora de consulta es la que hace el número 27 de su jornada? Un buen médico no sólo es un vendedor de curas: es un testigo, y la magia de un encuentro humano con el paciente sólo se da cuando hay tiempo, descanso y palabras, ¿volverán los tiempos en que sabíamos el color de ojos de nuestros pacientes?