El pasado 29 de octubre se cumplió un año desde aquella Dana que azotó con una violencia inesperada el este de España y, especialmente, la Comunitat Valenciana. Aquella tormenta, que anegó calles, arrancó vidas y desdibujó el paisaje, dejó una huella que ni el tiempo ni la reconstrucción han logrado borrar.
El aniversario se vivió en un clima de recogimiento y emoción contenida. En muchos municipios, se celebraron misas y concentraciones sencillas. En algunos pueblos, los vecinos salieron a la calle no para mirar atrás con rabia, sino con respeto recordando lo que superaron juntos. En Valencia, doscientas veintinueve mantas térmicas cubrieron, de plata y silencio, el suelo de la plaza de la Virgen, frente al Palau de la Generalitat, en recuerdo de las 229 víctimas mortales de esta catástrofe. Aquel gesto, sencillo y estremecedor, convirtió el corazón de la ciudad en un gran símbolo de duelo y memoria colectiva.
Durante el funeral de Estado en memoria de las víctimas se respiró una emoción profunda que unía a todos los presentes más allá del duelo individual. Mientras se leían los nombres y sonaba la música tenue de la ceremonia, las cifras, tan frías en apariencia, hablaban de víctimas mortales, de desaparecidos, de pérdidas materiales incalculables. Pero detrás de cada número había una historia, un rostro, un hogar, un pedazo de comunidad que el agua se llevó. Y esas ausencias, un año después, siguen ocupando un lugar que ninguna reconstrucción ni compensación puede llenar.
Aquel acto conmemorativo pretendía haber sido un homenaje de serenidad y dignidad: sin estridencias, sin discursos vacíos, con el silencio como principal ofrenda. Un espacio de respeto compartido, donde el protagonismo recayera únicamente en la memoria y el dolor de quienes perdieron tanto y aún lloran a los suyos. Debía haber sido el día de las víctimas, y solo de ellas.
Aun así, incluso entre la decepción y el dolor, sobrevivió algo más fuerte que la indignación: la certeza de que, cuando todo se hunde, el pueblo sabe levantarse unido y que la solidaridad se convierte en la única forma de resistencia. Porque junto al sufrimiento, aquella Dana dejó también una lección que el tiempo no ha borrado: la de la unidad frente a la adversidad. En las horas más oscuras, cuando el agua lo arrasaba todo, emergió un pueblo que se levantó al unísono, “tots a una veu”, como reza el himno de Valencia. Esa frase, tan arraigada en la identidad colectiva, se convirtió entonces en una realidad tangible. En los días que siguieron a la Dana, vimos cómo desconocidos arriesgaban su vida para rescatar a otros, cómo se compartía techo, comida o ropa sin preguntar de dónde venías ni quién eras; voluntarios llegaron de todos los rincones de la Comunidad, de España e incluso de otros países, con la única intención de ayudar. Fue una verdadera oleada de solidaridad, una corriente humana que contrarrestó la fuerza destructiva del agua. Y ese espíritu solidario, que emergió entre el barro y el miedo, es también parte de la memoria que se conmemoró el pasado día 29.

- Ilustración de Paco Roca
Las imágenes de aquellos días siguen vivas: calles cubiertas de barro, coches apilados, campos devastados… Pero junto a ellas persiste el recuerdo luminoso de las manos tendidas, de los abrazos improvisados, de los pueblos que renacieron desde la cooperación. En ese renacimiento, el dolor se convirtió en vínculo, y la tragedia en un testimonio de fortaleza común.
El acto de homenaje quiso ser más que un funeral: una afirmación colectiva. Un recordatorio de que la memoria no se seca, de que el duelo compartido también es una forma de reconstruir. Allí, entre el silencio y las flores, resonaba de nuevo la misma melodía, el mismo espíritu: “Tots a una veu, germans”. No como símbolo, sino como promesa. La promesa de que, frente a cualquier desastre, el pueblo volverá a responder con esa voz unida que nace del coraje y del afecto.
Hoy, un año después, los ríos han vuelto a su cauce y los campos reverdecen, pero las cicatrices permanecen. Y en ese renacer, en esa ceremonia conmemorativa cargada de emoción y solemnidad, esa misma voz del pueblo, la que salvó, la que consoló, la que resistió…alzó la voz una vez más y pidió también justicia, escucha y verdad. Porque honrar a las víctimas no es solo recordarlas, sino atender el eco que aún resuena en su nombre.