Los jóvenes ante la Política: la gran fiesta de la democracia (y tal)
Como los ratones en la noria. Vamos de elección en elección, y le estamos cogiendo el gusto a dar vueltas. La postmodernidad líquida era esto, y dados los antecedentes, nunca se sabe cuándo volveremos a votar, y debemos andar atentos y preparados. Todos; jóvenes, viéjovenes y viejos, con los 18 años ya cumplidos, que para eso formamos el cuerpo electoral más movilizado de la reciente historia de este país de antagonistas radicales y cainitas.
En este punto, y tirando de experiencia, tal vez sea conveniente, más allá de inercias sistémicas y lugares comunes, dedicarle dos minutos a ellos, a los más jóvenes, a quienes se acercan a la política con la mirada limpia y enfrentan con curiosidad, ignorancia o desdén, el próximo proceso electoral que asoma tras los filosos pactos y aritméticas parlamentarias entre fuerzas políticas poco acostumbradas a abandonar el alma hegemónica y totalizadora que lleva dentro cada partido de los que concurre a las elecciones en nuestro país. Soy ya algo mayor (de baby boomer me catalogan los demógrafos) y aunque tengo un móvil con más aplicaciones de las que necesito, un polo de manga corta con letras, logos
y números grandes y utilizo con insolente descaro palabras como resiliencia, hibridar o innovación disruptiva, no trataré de justificar ante las nuevas generaciones de jóvenes las lagunas en términos de participación real en la toma de decisiones públicas en todos los ámbitos funcionales y territoriales en los que el poder se ejercen en nuestro país (la participación, como la tan cacareada transparencia, se han convertido en una de fines de sí mismas, más que en un medio para otras sanas y loables virtudes democráticas) ni señalaré a los responsables de este estado de cosas. No sabría adónde apuntar sin autolesionarme.
En este estado de cosas, no buscaré, tampoco, razones que permitan justificar los motivos para la creciente y generalizada desafección social hacia la política entre nuestros jóvenes que arrojan los estudios de los sociólogos más solventes, ni me inmolaré tratando de explicarles las causas del deterioro y del colapso reputacional de las instituciones de nuestro país, ni acaso, los posibles antídotos para esta epidemia, pues también he sufrido el mordisco letal de esa bicha de desafecto, y aunque ando recuperándome y ya he dejado el sanatorio, no voy tampoco sobrado de fuerzas y entusiasmo que me permitan hacerme pasar por un coach motivacional convincente. Tiempo habrá.
En todo caso, y dado que ya otros han escrito mucho y bueno antes que yo, para ayudarles en este proceso de discernimiento, volvería la mirada hacia la biblioteca, y acaso, les prestaría, para empezar, Crematorio de Chirbes, Patria de Aramburu o la Democracia Sentimental de Arias Maldonado para que se fuesen situando. Sostiene Pereira que el proceso de aculturación política es personalísimo, y cada uno lo vive a su manera y a su ritmo, y yo no tengo la intención de fastidiárselo a nadie imponiéndole mis prejuicios. Si me apuráis, me va a costar explicarles a estos jóvenes electores, que la democracia, ese sistema del que Churchill dijo que era “el peor sistema de gobierno inventado por el hombre, con excepción de todos los demás”, ha establecido sus propios mecanismos colectivos de afirmación y de auto-defensa narrativa, y que, consistentes en frases o mensajes prefabricados, se activan, sobre todo, cada vez que o bien se verifica una amenaza al statu quo democrático o bien se abre un proceso de elecciones en el país.
Espero que sepáis perdonarme, pero no me veo capaz, a estas alturas, de justificar que tras el “nosotros los demócratas”, el impagable “la gran fiesta de la democracia” que menudea en las jornadas electorales (en España llevamos varios años de fiesta), o el ya clásico “que hablen las urnas” y el consiguiente “el pueblo ha hablado” subyace una carga semántica de autoprotección sistémica y de sentimiento de pertenencia colectivo que trasciende el sonrojo que nos provoca escucharlas, pues al final, estos latiguillos democráticos nos terminan reconfortando a nosotros los demócratas veteranos, como esas tisanas benéficas que te esperan junto a la chimenea después de un día de, pongamos por ejemplo, cortar troncos a la intemperie del invierno boreal canadiense.
Estaréis conmigo en que es casi imposible hacer entender a alguien que vive buena parte de su proceso de socialización a través de una (o varias) pantallas y bajo los distorsionantes ritmos y percepción del tiempo de la esfera digital (el maldito tiempo real) que es imposible gobernar y marcar agendas públicas sensatas mirando sólo a los próximos 5 minutos (que es lo que dura un hashtag en Twitter, de media) y que por previsibles, humanos y convencionales que sean, no pocas veces, nuestros mandatarios, la tecnología, por mucho que avance y evolucione en los próximos años, no podrá nunca sustituir, sin desvirtuar la esencia misma de la democracia, la toma de decisiones públicas por parte de
nuestros representantes electos. Me atreveré, aun a riesgo de incurrir en un ridículo generacional en decirles que es esa discrecionalidad de juicio del gobernante frente al automatismo de un algoritmo perfecto, la que define la esencia misma del sistema democrático y lo tilda de justo o de injusto, y si no nos gusta, ahí están las elecciones para cambiar las cosas. La digitalización y la inteligencia artificial acabarán con determinadas profesiones (y antes, supongo, con los malos profesionales) pero salvo en los escenarios distópicos de las series de televisión en Netflix, estamos lejos aún de que un robot pueda gobernarnos y no nos rebelemos.