VALÈNCIA. Es más grande que el segundo y tercer país más grande del mundo juntos, no tiene ni ha tenido fronteras afiladas suficientes que ejerzan de muralla y su población es escasísima en proporción a su vastísimo territorio. Su historia es, para bien o para mal, historia necesaria del presente que hoy conocemos. Fue el escenario de una de las grandes revoluciones que se estudian en los colegios, y más tarde, el corazón de una superpotencia que pasó del medievo monárquico —zarista— al espacio en cosa de medio siglo. La Rusia que hoy conocemos es una nación compleja, inabarcable, y hoy por hoy, muy poco apreciada. La Rusia con la que hoy convivimos resistió al colapso de su imperio, a los años de la vergüenza, de la derrota, a la etapa aperturista truncada de un líder alcoholizado de nariz colorada que trastabillaba en las cumbres internacionales, que enterraba el legado construido con millones de almas sacrificadas en la defensa de la madre patria y del continente vecino, y después asesinadas sin compasión por el terror doméstico.
Los rusos que hoy apoyan a su gobierno o que se enfrentan a él —con lo que eso conlleva— conservan el recuerdo reciente de una década salvaje de transición en la que el desmoronamiento de un sistema inmenso dio paso a un sálvese quien pueda en el que los mejor posicionados con los menores escrúpulos hicieron fortuna a costa de la ruina de todos los demás. Con todo lo que ha sucedido de los noventa para acá, con todo lo que hemos visto, y todavía son muchos quienes piensan en Rusia en términos de comunismo —ver para creer. La Rusia de hoy es un país cada vez más aislado y desconocido, y esto, por lo que ahora sabemos, tiene mala solución. Lo cierto es que cuando el ciclópeo proyecto que fue la URSS cayó, el planeta sufrió una sacudida tan grande como la que siguió a la Revolución de Octubre. Y fueron los rusos que sufrieron el cambio, y los que nacieron en él, quienes tuvieron que habitar un paisaje punk de no future.