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Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba

Nada hay más literario que la muerte. Y al revés, no hay nada más ficticio que la narrativa que debemos tejer para superar ese instante de horror y reparar la pérdida

VALÈNCIA. “Tenía 47 años y una sabiduría eterna”. El 31 de agosto, el periódico El País publicó un extenso obituario sobre el periodista Alejandro Bolaños Correa firmado por Tereixa Constenla. Tras la información de rigor de la primera frase, en la que se anunciaba su fallecimiento en el Hospital Gregorio Marañón ese mismo viernes, se colaba en el segundo renglón ese adjetivo, eterna, ligado a una de las virtudes más nobles, la sabiduría. Un adjetivo y una virtud que, en medio de la información pura y dura sobre el origen, los años o la enfermedad del periodista, lograban transportar el texto hacia lo más humano que tiene la muerte: el dolor, la ausencia, el vacío, yo no sé.

La periodista que firmaba la necrológica, Tereixa Constela, era su mujer. Por esa razón, junto a la trayectoria profesional de Bolaños discurrían detalles de su personalidad, anécdotas y sentimientos que escapaban a la mera voluntad informativa. Evidentemente.

Leí el texto sin sentir rubor, que es una de las cosas más difíciles cuando uno lee o uno escribe sobre la muerte de manera tan cercana. Qué difícil mantener el pudor. Un pudor que, sin embargo, permita la cercanía y evite al mismo tiempo el morbo, la desmesura o la vulgaridad. Leí el texto con verdadero placer, con perdón, el mismo placer de las cosas bonitas, las cosas auténticas y las cosas elaboradas con amor. Lo leí con un respeto profundo por el dolor de la autora. Y con una compasión extraña por la ausencia de un hombre al que no conocí, pero al que me imaginaba haciendo y sufriendo el camino de Santiago, comiéndose lo bueno de los dulces sin posponerlo o siendo elegido por sus compañeros como miembro del comité profesional del periódico.

 La muerte o el sufrimiento por la muerte es el asunto humano que mayor empatía produce, y sin embargo, qué difícil resulta no caer en el patetismo de ciertas imágenes, en la sobreactuación o en la mueca desencajada del lenguaje. 

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