Pocas cosas hay tan efímeras en este mundo como los buenos deseos de Año Nuevo. Los mensajes azucarados de paz, amor y concordia, esa palabrería de contrabando tan habitual en los programas televisivos de la noche del 31 de diciembre, tienen siempre una fecha temprana de caducidad, coincidente con el final de estas odiosas fiestas. Acabada la tregua de Navidad, todo vuelve a su orden natural, y la realidad pasa, inexorablemente, por encima de nuestras cabezas.
Este año me desperté pronto de las ilusiones engañosas que trae la Navidad. El día 1 acompañé a un familiar a las urgencias de un hospital público de un municipio turístico de la provincia de Alicante. En un día como este, festividad de San Manuel, lo último que te apetece es ir a las urgencias de un hospital sabiendo lo que esto implica: una larguísima espera con un final incierto.
Cuando todavía muchos borrachos no se habían recogido de la jarana de la Nochevieja, nosotros entrábamos en Urgencias a las tres y media de la tarde. La sala estaba ya llena. Por ya sabido, no me extenderé en los pacientes que aguardaban a ser llamados. Sobresalían en número los matrimonios de edad avanzada; los había españoles pero también ingleses. También vi a padres acompañando a sus niños pequeños y a algún joven con cara de no haber dormido.
Nos iban llamando para lo que en estos sitios se llama triaje, que consiste en determinar la gravedad de cada paciente. A mi familiar no lo vieron grave, así que nos advirtieron de que la espera podía durar cuatro o cinco horas (al final sólo fueron dos horas y media). “Hay urgencias más vitales”, nos dijeron. No dejaban de llegar ambulancias. Había que armarse de paciencia. Yo, para matar el tiempo, me había traído un libro. Quería leer algunos cuentos deliciosamente procaces del Decamerón, pero me resultaba muy difícil concentrarme porque el ruido que hacía la gente era insoportable. Aquello no parecía un centro sanitario sino una sala de fiestas o una plaza de toros. Es triste constatar que ni en los hospitales se cumplen las normas. El respeto al silencio, en atención a los enfermos, debería ser una de ellas.
No era el único que pretendía leer en la sala; a mi espalda había otro hombre, mayor que yo, que manejaba un libro electrónico. Éramos dos bichos raros en una sala en la que la mayoría de los pacientes tenían las narices pegadas a sus móviles. Los niños no eran una excepción; también jugaban con sus pantallitas endemoniadas. Al comprarles estos cacharros, sus padres los harán desgraciados aun sin quererlo.
El azar nos juega malas pasadas
Como en la vida no hay nada que podamos dar por seguro ni cierto, y el azar nos juega malas pasadas con demasiada frecuencia, la tarde trajo una sorpresa desagradable. Estaba yo intentando leer uno de los relatos del gran Boccaccio cuando oí un ruido que me sobresaltó. Muy cerca de mí, dos hombres se habían enzarzado en una pelea hasta acabar en el suelo. El motivo de la disputa no quedó claro. Después, uno de los camorristas dijo que todo había sido por un empujón. Como es notorio, hoy te pueden quitar la vida por un cruce de miradas o un fugaz encontronazo. Nunca ha dejado de ser peligroso andar por el mundo.