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Ramón González Férriz: “El proyecto europeo siempre parece estar a punto de desmoronarse”

VALÈNCIA. No son pocas las ficciones, los relatos y los textos que en los últimos años nos retrotraen a la década de los años noventa como un espacio ciertamente mítico, optimista y feliz. Mucho más en mitad de esta pandemia con tintes apocalípticos de los “infelices años veinte” del siglo XXI.  El próximo 21 de mayo se publicará en la editorial Debate La trampa del optimismo. Cómo los años noventa explican el mundo actual, de Ramón González Férriz, un libro que se lee ahora con cierta nostalgia hacia aquellos momentos felices pero también con tremenda preocupación, pues allí se instalaron las bases, se tomaron las decisiones de un mundo que hoy se desmorona. González Férriz fija el punto de inflexión en la caída del Muro de Berlín, cuando parecía que el capitalismo se quedaba como sistema imperante y casi perenne. Leer ahora sobre aquella década puede contribuir a vislumbrar un futuro cercano que se adivina complejo pero tremendamente fascinante.

- La primera pregunta es casi obligada: ¿qué tal estás viviendo el confinamiento?
- Bien. En realidad no ha supuesto un gran cambio para mí, normalmente trabajo la mayor parte del tiempo en casa. Comparativamente estoy muy bien. Perplejo, como todos, pero bien.

- Leía tu libro estos días de revolución absoluta y de un cierto desconcierto con respecto a lo que está por venir y pensaba que si los años noventa fueron la década del optimismo, todo hace prever que lo que llega es, más bien, la década del pesimismo total. ¿Cómo leer La trampa del optimismo justo en estos momentos? ¿Cómo crees que dialoga tu libro con el momento actual?
- El contraste es absoluto. En los noventa se creía que países que habían sido dictaduras, como los excomunistas, serían democracias plenas; que países tradicionalmente atrasados, como España, formarían parte de la primer línea de países ricos y modernos; que la Unión Europea iba a ser un espacio, por así decirlo, postpolítico, sin las tensiones tradicionales de la política nacional; que la globalización iba a resolver problemas económicos en los países en vías de desarrollo y, al mismo tiempo, les iba a ayudar a democratizarse… Hoy muchas de esas expectativas se han frustrado, aunque sea parcialmente. El proyecto europeo siempre parece estar a punto de desmoronarse, en Europa del Este volvemos a tener dictaduras, o al menos democracias de pésima calidad; China no solo no se ha democratizado, sino que en los últimos cuarenta años nunca había sido tan autoritaria como ahora; y la globalización ha destrozado las expectativas de un montón de trabajadores occidentales. De modo que el contraste es llamativo. Sin duda, saldremos adelante, pero ahora es evidente que no tenemos muchos motivos para ser optimistas respecto al futuro. También es cierto que no nos haremos las ilusiones que nos hicimos entonces. Y eso que cuando escribí el libro pensaba sobre todo en las consecuencias de la crisis financiera de 2008 y no podía ni imaginar las de la pandemia.

- Hay una tesis principal en el libro en la que afirmas que el mundo actual, el posterior a la crisis de 2008, puede interpretarse como una consecuencia imprevista y accidentada de las decisiones que tomaron los líderes políticos en los años noventa. ¿A qué decisiones concretas te refieres?
- En parte, la crisis de 2008 estalla en Estados Unidos a causa de unos productos financieros muy complejos que se crearon allí en la década de los noventa, los derivados de bonos hipotecarios. En España, la burbuja inmobiliaria que explota también en 2008 se empieza a hinchar en los noventa. Las reglas con las que los países europeos trataron de solventar patosamente la crisis que duró hasta 2014 se establecieron en el Tratado de Maastricht, de principios de los noventa. La desilusión que creo que siente buena parte de mi generación (nací en 1977) contrasta con el optimismo de los noventa, cuando la cultura —de Friends al indie español— transmitía en buena medida una cierta indiferencia hacia la política y la economía y un optimismo genérico. No se trata de pensar que todos nuestros problemas son consecuencia de los noventa, pero sí detecté los suficientes como para ver una causalidad importante entre el ahora y el entonces. Eso pasa siempre en la historia. Pero a fin de cuentas los noventa fueron la época en que fuimos jóvenes y el mundo posterior a la gran crisis financiera el mundo en el que nos hicimos definitivamente, y de golpe, adultos. Y por eso me interesaba también, aunque no sea un libro ni mucho menos autobiográfico.

- Al principio del libro citas a Fukuyama que fue bastante vilipendiado en su época y una de las cosas que él decía y tú recuerdas en el libro es esa división del mundo entre los países históricos (que seguirían enconados en conflictos políticos y brechas sociales) y los países poshistóricos (naciones ricas sin grandes tensiones). ¿Crees que ese mundo se sostiene ahora y qué países formarían parte de cada bloque?
- Creo que los europeos occidentales y los estadounidenses seguimos siendo en términos objetivos unos privilegiados: en renta per cápita, en esperanza de vida, en nivel educativo, en libertad de las mujeres y de las minorías, en tolerancia. Ahora bien, volvemos a tener problemas que creíamos que ya no tendríamos que resolver: las democracias se erosionan con tics autoritarios, vuelve un nacionalismo que recela del cosmopolitismo y de la tolerancia entre culturas, se pone en duda el Estado de derecho. En países como el nuestro y en la mayor parte de Occidente no veo amenazas de dictadura ni nada parecido, pero sí una cierta sacudida por el regreso, en el sentido que lo decía Fukuyama, de la historia: hijos del fascismo y del comunismo volviendo a dar su batalla particular, tentaciones autoritarias en todas partes. Y eso nosotros, que somos los privilegiados. Los países que fueron miembros del bloque comunista y China siguen siendo plenamente históricos en el sentido de que o bien están teniendo enormes dificultades para consolidar la democracia liberal o bien, directamente, ni se lo han planteado.

- Hay un capítulo que dedicas a la modernidad que, finalmente, llega a España y que se simboliza en dos grandes eventos: la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Y hay otro que podría leerse como el final de esa modernización y es la gran burbuja inmobiliaria. ¿Cómo ha sido el viaje de España en esa década?
- En los noventa, las élites españolas tienen la sensación de que el país, definitivamente, se ha incorporado a la primera línea de países ricos y modernos. En 1991 España firma el Tratado de Maastricht con las principales potencias europeas, en 1992 el mensaje que se transmite en la Expo es que, de la misma manera que España se ha integrado en Europa, España ha integrado a todas sus regiones, aún las más pobres, en la modernidad. Los Juegos Olímpicos se ven como una muestra de orgullo organizativo y estético. Más adelante, en 1996, el país cambia de partido de Gobierno con total normalidad, sin traumas, como cualquier democracia occidental, y se suma a los países que asumirán el euro como moneda cuando este se ponga en marcha, lo que facilita que entre un montón de crédito barato en el país y empiece a hincharse la burbuja inmobiliaria y un consumismo de país plenamente rico. Además, las grandes empresas españolas se privatizan y modernizan y empiezan a invertir en América Latina, donde sienten que además pueden contribuir a democratizar países con dictaduras recientes, siguiendo el ejemplo de la transición española. Es una década que, con notables frenazos como la gran crisis de 1992-1993, y pese a la proliferación de la corrupción socialista y la anomalía de ETA, representa la euforia de pertenecer al fin al club de los países ricos. En buena medida, con merecimiento. Pero también con una falta de miras que condujo a la complacencia absoluta que explica, en parte, el desastre de las cajas de ahorro y la enorme burbuja inmobiliaria.

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