Una mujer de 83 años entra en un banco con el propósito de sacar dinero de su cuenta corriente. Para llegar a la sucursal ha caminado quince minutos porque la que había en su calle la han cerrado. Al llegar se encuentra con una larga cola. Alguien se levanta para cederle un asiento reservado a los clientes.
La cola avanza lenta. Solo hay un cajero. El resto de los empleados miran las pantallas de sus ordenadores y hablan por teléfono. La directora, vestida de traje y chaqueta, se pasea de mesa en mesa con aires de grandeza. Está orgullosa de su taconeo. Luego se encierra en un despacho con un caballerete endomingado.
La anciana se carga de paciencia. No es la primera vez que le sucede. Por fin está a punto de que le llegue el turno. Se levanta apoyándose en un bastón. Un joven se ofrece a ayudarle pero ella dice que se basta sola. El cliente que hay delante se demora más de lo previsto. Son las once y diez de la mañana.
Cuando llega a la ventanilla, el cajero le informa de que no es posible atenderla porque el horario de caja acaba a las once. Ella muestra su sorpresa y le ruega que haga el favor de saltarse la norma porque necesita sacar 300 euros para pagos urgentes. Él insiste en que no puede hacer nada, que las instrucciones le vienen de arriba y que siempre puede sacar el dinero por el cajero automático. Pero la anciana, como muchas personas de su edad, no tiene tarjeta ni le interesa.
La mujer se marcha cabizbaja de la oficina, sintiéndose maltratada por el banco en que ha depositado su confianza y sus ahorros durante muchos años. Ese día tendrá que llamar a sus hijos para que le presten dinero.
La anécdota está extraída de una carta al director publicada en un diario madrileño. Su autor es un hijo de la afectada. Si se me permite, yo le he dado forma literaria a un hecho que se da con demasiada frecuencia.