VALÈNCIA.- La repercusión social de las series de televisión no es en absoluto nueva. Puede que haya habido épocas en las que su impacto haya sido menor en el público, pero desde que aparecieron siempre han estado ahí, ejerciendo su influencia sobre un público global. Aquí va un buen ejemplo: en los años setenta la audiencia española quedó subyugada por una serie que en Estados Unidos tuvo un éxito moderado.
La serie en cuestión se emitía los sábados por la noche, después del programa de variedades de turno. Cada uno de sus capítulos era estructuralmente muy similar a los demás. La acción era lenta y las tramas sonaban a chino, nunca mejor dicho. Porque aquella serie estaba llena de filosofía oriental, artes marciales y mensajes profundos que nadie se tomaba demasiado en serio. Su título, en cambio, caló hondo rápidamente: Kung Fu.
Lea Plaza al completo en su dispositivo iOS o Android con nuestra app
El protagonista de la historia era Kwai Chang Caine, hijo de una china y un norteamericano, criado en un monasterio shaolín para ser educado en la religión budista y convertirse en monje. Caine es tutelado por el maestro Po, y cuando este es asesinado por un miembro de la familia imperial, su muerte es vengada con otra muerte. A consecuencia de esto, ha de huir a Estados Unidos, donde recorrerá el oeste en busca de su hermanastro Danny. Así, cada sábado por la noche, después de haberse empachado de las piernas de Bárbara Rey y de las coreografías de Don Lurio, el espectador español se sumergía en un mundo que le era ajeno. Y contemplaba a Caine caminar por un desierto interminable que acababa llevándole a algún pueblo donde nunca era bien recibido.
Y como era budista, aguantaba estoicamente las burlas de los paletos del lugar. Porque había sido entrenado para no usar la fuerza, así que aguantaba y aguantaba. Hasta que la situación no la soportaba ya ni Gandhi. Entonces, el título de la serie cobraba todo el sentido del mundo. Kwai Chang Caine se liaba a soltar galletas orientales —y no precisamente de las de la suerte— y se quedaba solo. Y otra vez a caminar por el desierto, y a tocar la flauta junto a una hoguera, para reencontrarse con su yo interior. Y el hermanastro que no aparecía nunca.
Para la mercadotecnia estadounidense, Kung Fu parecía una idea infalible. Su creador, Ed Spielman, la concibió como proyecto cinematográfico. Warner rechazó la idea, pero la cadena ABC vio un posible filón y le encargó una tv movie que acabó siendo el capítulo piloto de la serie. Uno de los motivos por los cuales Spielman pensó que Kung Fu podía triunfar fue por el auge de las artes marciales y las filosofías orientales. El de Bruce Lee fue el primer nombre propuesto como protagonista, pero el papel cayó finalmente en manos de David Carradine. Al parecer, a los productores el maestro les pareció demasiado chino para hacer de chino. Hizo suyo el personaje, que le dio una popularidad de la que hasta entonces ni su propio padre, John Carradine, especialista en cine de terror barato, ni su hermano Keith —que tendría que esperar a 1974 para llevarse un Oscar por Nashville— habían gozado.