En una noche de verano, durante unas breves vacaciones en Cadaqués, soñé que un catalán de los buenos llegaba a presidente del Gobierno. Ya tocaba, me dije, pues hay que remontarse a la I República de Estanislao Figueras y Francisco Pi y Margall o, más allá, al general Prim para encontrar a un catalán al frente de la nave del Estado.
En la España que había enterrado el bipartidismo, creí llegado el momento de ver a un catalán en la Moncloa. Desde hace tres años mi confianza ha sido depositada en el niño Albert, a quien voté en las elecciones de 2016. Desde el principio aprecié la osadía de un político que había montado desde la nada, en un ambiente hostil, un partido antinacionalista con el apoyo de un puñado de intelectuales socialdemócratas.
Ciudadanos encarna la historia de un éxito formidable en Cataluña: de tres diputados obtenidos en 2006 pasó a ganar las elecciones autonómicas en 2017, aunque de nada le valió. Entretanto, sustituyó la socialdemocracia por el liberalismo, con la vista puesta en el votante del PP. Ciudadanos creció gracias al declive del partido de los conservadores, ahogado en la corrupción y muy torpe, bajo el mandato del timorato Rajoy, para actuar contra el desafío independentista.
El partido naranja capitalizó el descontento por la tibieza de Rajoy ante la crisis catalana, y lideró la defensa de la unidad de España antes y después del golpe de Estado del locuelo Puigdemont y del frailuno Junqueras. Como tantos otros, me contagié de aquel ardor patriótico, justificado por concurrir unas circunstancias excepcionales; en mi balcón colgué una bandera comprada en los chinos, pero como quedó dicho en otro artículo, todo cansa. Un partido no puede vivir sólo de agitar banderas; ha de ofrecer algo concreto para mejorar la vida de la gente. ¿Qué hay del futuro de las pensiones, del salvaje mercado laboral, de la quiebra del sistema educativo y de la crisis económica que viene? ¿Qué hay de lo nuestro, Albert?
Cunde el pánico entre la gente de orden
Y llegaron estas elecciones envenenadas. Entre la gente de orden cunde el pánico a que el presidente maniquí retenga el poder, dada la división de la derecha. Pasan los días, pasan las semanas, y el niño Albert no da con la tecla para arrancarnos el voto. Es la joven promesa que nunca se hace realidad. En su alocada carrera por ser un genuino centrista, el líder de Ciudadanos da palos de ciego aquí y allá, acumulando un error tras otro.