Cuando llega la odiosa Navidad, con sus falsos deseos de fraternidad y su consumo desaforado, me acerco al centro de València para comprarle un regalo a mi sobrino. Espero a Reyes para entregárselo porque detesto a Papá Noel, un tipo ciertamente despreciable. Regalo libros o ropa pero nunca cachivaches electrónicos porque de ellos andan sobrados los niños de hoy.
Este año tocaba libros (de papel). Para alguien que está aprendiendo a leer, qué mejor regalo que unos cuentos de toda la vida. Con sorpresa descubrí, revisando los estantes de algunas librerías, que esos cuentos no eran como me los habían contado. El lobo no se comía a Caperucita, que se había hecho feminista; la Cenicienta no quería comer perdices y había mandado a paseo al príncipe azul; la Bella había hecho lo mismo con la Bestia y los tres cerditos eran en realidad dos cerditos y una cerdita, y el lobo era un animal muy bueno y bobalicón, y así los niños (y las niñas) no se traumatizaban y seguían viviendo en un mundo entre algodones, ajenos al frío de la vida, antes de recibir el primer manotazo de la puta realidad.
Me costó encontrar cuentos sin cambios en los finales originales. Luego me enteré de que algunas editoriales, presionadas por asociaciones de consumidores y feministas, se veían obligadas a modificar el sentido de los relatos para no ser acusadas de sexistas ni machistas. Si esto ocurría con la literatura infantil o juvenil, qué no pasaría con la dirigida al público adulto, me dije.
La ‘buena’ literatura sirve a las buenas causas
Si tenía dudas, mi amigo Vladímir me las aclaró. Alumno aplicado en un máster de igualdad de género, impartido en una universidad valenciana, me hizo ver, en tan sólo diez minutos de café, que el mundo ha cambiado, y esto incluye a la literatura. Seguidor de feministas como Laura Freixas, mi amigo defendió el carácter didáctico, pedagógico y cívico de la literatura actual. La buena literatura, me aseguró antes de despedirse, sirve a las buenas causas.