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MATERIAL FUNGIBLE

Dos euros por tres minutos de luz de Caravaggio

En la primera escena de La grande bellezza, un grupo de turistas japoneses se asoma a la ciudad de Roma desde el balcón de la fuente del Gianicolo. Mientras de fondo un coro entona a capela el I Lie de David Lang confiriendo a la escena un aire íntimo, sagrado, excelso, uno de los turistas japoneses avanza hacia la barandilla para fotografiar la ciudad, los tejados y terrazas al atardecer, las ruinas que surgen amontonadas, la infinidad de torres y cúpulas que puntean el horizonte, la panorámica de acumulación de piedra marrón, fachadas rojas, tejas naranjas, robles, pinos, cruces... e inmediatamente cae fulminado ante tanta belleza insoportable. 

Sería cursi si a continuación Paolo Sorrentino, el director de la película, no planteara el contrapunto perfecto al síndrome de Stendhal del turista japonés, ese que le provoca un colapso debido a la fascinación de Roma. Ese contrapunto de Sorrentino se desarrolla en un ático frente al Coliseo. En la terraza, un grupo de gente guapa, de veline, de modelos, de DJ, de empresarios, de editores de medios, personas de éxito, hacen cola en el baño para consumir cocaína, observan las siluetas de los cuerpos contoneándose tras los cristales del apartamento o bailan, extasiados, una versión techno de Raffaella Carrà o, siguiendo la coreografía, el “mueve la colita, mamita rica” de El Gato DJ. 

Siempre me pareció excepcional tanto cinismo: en la época del romanticismo low cost, de los viajes multitudinarios, de la sobreinformación romana y de la ciudad como escenario para los selfies, me sigue fascinando el cancaneo, la banalidad, la sordidez.

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