Si quieren vivir abonados a los cambios de guion y a la montaña rusa constante, no lo duden, háganse del Hércules. Los blanquiazules ganaron de nuevo en casa ante el Ebro con un 3-0 en un duelo de dos actos bien diferenciados. La primera parte fue un auténtico tostón, con los maños cerrados atrás, sin intención alguna de hacer más que dejar pasar el tiempo, y con un segundo período de dominio herculano, sin contestación alguna por parte del equipo de la capital aragonesa. Dos fotografías de un mismo equipo, en contraposición, para analizar la irregularidad de resultados, y lo a flor de piel que se encuentran las sensaciones, hecho que de forma radical influye en las sensaciones.
Tanto es así que todo lo cambia la salida más que acertada desde el vestuario de los de Jesús Muñoz. Transcurrido un minuto de la reanudación, una jugada entre Benja y Carlos Martínez desembocó en un testarazo del segundo para abrir la lata a favor de los alicantinos. El Ebro tuvo que abandonar su discurso de portería a cero, y el Hércules comenzó a creer en sí mismo. Víctor Olmedo y Nani protagonizaron un partido sobresaliente desde las bandas, acompañados por la mejor versión de Jesús Alfaro y Borja Martínez. Entre Nani y Borja nació el segundo tanto, que finiquitaba el encuentro, culminado por el polémico penalti convertido por Carlos para dejar el electrónico en 3-0.
En el hecho de la pena máxima me detengo, porque aunque el protagonista del gol se apresuró a zanjar la polémica el mismo lunes tras el encuentro, los ecos aún resuenan. La grada entendió que era el momento en el cual Jona tendría que poner fin a su sequía goleadora, pero Carlos Martínez entendió que era él (dictaminado en las órdenes establecidas desde el cuerpo técnico) el que debía convertir la pena máxima. Si tocase cambiar el plan inicial, era cosa de Jesús Muñoz enfrentar la decisión y sus consecuencias, porque como ya sabemos, el ego de los jugadores, y más de los delanteros, es una cuestión que toca tratar de forma quirúrgica, con precisión y tacto meridiano. Fue el catalán el encargado de lanzar el penalti, y también el destinado a dar la cara al día siguiente ante la prensa. Lo que pase dentro del vestuario, ahí quedará.
Entretanto, la sensación con la cual abandoné el Rico Pérez fue la de encontrarme ante un partido que cambia en el instante del primer tanto. En primer lugar por obligar al Ebro a abrirse para intentar sacar algo positivo de su visita a Alicante, y en segundo por aquello del premio para un equipo herido como es el Hércules. Cualquier síntoma de mejoría, cualquier golpe de suerte, cualquier tipo de viento que sople a favor es bienvenido para un grupo herido, machacado por la firme realidad de los resultados, psicológicamente aún maltrecho por el hecho de continuar en puestos de descenso. No es más que psicológica la labor que le toca emprender al cuerpo técnico, porque ya saben, la plantilla no es ni mucho menos para andar penando en la parte baja de la tabla.
No sé si Jesús Muñoz tiene un perfil motivador o no, probablemente jamás haya tenido que llevar a cabo ese rol en su experiencia como segundo de abordo en diferentes banquillos, pero para el manchego esa exigencia le va a doctorar en una de las plazas más complicadas de toda la categoría, si no la que más. Elevar la moral de la tropa cuando te disparan de todos lados es difícil, y la situación no ayuda precisamente. Pese a la victoria, el equipo continúa en descenso, y todo lo que no sea otro triunfo a domicilio éste domingo ante el Cornellà parecerá otro fracaso. En esas estamos, como siempre con las prisas, aunque quizá ésta vez más justificadas que nunca. Son tres los puntos que separan alicantinos y catalanes en la tabla, los mismos que alejan a los herculanos de la permanencia. La distancia se eleva a diez si miramos al 'play-off' de ascenso, pero oiga, mejor no miren.
Los 97 años de vida con los que cuenta el Hércules dan para mucho, pero servidor tiene la sensación de haberlo vivido todo desde que empezó a cubrir la actualidad blanquiazul allá por 2012. Siete años en los que se ha contado un descenso, innumerables idas y venidas en la directiva, más entrenadores que papas y presidentes del gobierno juntos, y un sinfín de situaciones límite, o directamente absurdas. Siempre con el cielo amenazando sobre las cabezas de unos galos irreductibles, condenados a la Segunda División B por aquellos delirios de grandeza en Primera, a la cual llegamos en un Ferrari, y abandonamos en un Seat Panda sin gasolina. Con todo, ya saben: casi un siglo de vida a las faldas del Castillo de Santa Bárbara, que pese a todo ahí sigue. No va a ser menos éste club.