El alcoyano Damià Jordà publica ‘Vaselina en la lente’, un estudio sobre las drogas en España según el prisma de los medios de masas
VALÈNCIA. “Simplemente, di no”. Seguro que recuerdan aquel eslogan institucional que popularizaron las campañas de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD) en la primera mitad de los noventa. O a aquellos exadictos rehabilitados que iban por la calle recogiendo firmas contra las drogas. Mucha gente, sin embargo, prefería no dar su rúbrica, porque en realidad estaba a favor de un uso recreativo y estimulante, con un control de calidad sobre el producto y un consumo controlado y legalizado. Contra las mafias y los traficantes de guante blanco. El problema social de la droga no es nuevo, lleva instalado en España desde la Transición democrática y llega hasta nuestros días, siempre moviéndose entre dos polos opuestos: el de la diferenciación entre sustancias legales e ilegales y la persecución de las segundas, por un lado, y el del discurso de la tolerancia, basado en la información y la educación antes que en la criminalización. El debate tuvo su origen en la calle, llegó a las altas esferas de la política y, por supuesto, ha tenido amplio reflejo en los medios de masas.
El alcoyano Damià Jordà, Doctor en Artes por la Universitat Politècnica de València, ha dedicado unos cuantos años a investigar la relación de las drogas y su particular problemática en el panorama audiovisual español. Desde los primeros anuncios de medicamentos hasta las campañas antidroga o la muerte de Carmina Ordóñez. Su tesis doctoral dedicada al tema y titulada Vaselina en la lente acaba de convertirse en un libro publicado por Luhu Editorial, donde expone el resultado de sus investigaciones e incluso se aventura a sacar conclusiones a partir de la información recabada. El autor divide la historia de la España reciente en varios segmentos temporales y analiza en cada uno de ellos cuál ha sido la presencia de las drogas en la publicidad (pública y privada), la música popular, las diferentes esferas del arte, la televisión, internet y, por supuesto, el cine, el medio de masas por excelencia del siglo XX. Un trabajo altamente recomendable en el que se puede seguir desde sus orígenes el rastro de los estupefacientes en nuestra cinematografía.
Así, la primera referencia explícita a la droga que encuentra Jordà se remonta hasta 1937, el año en que la CNT (en plena guerra civil), produce el film Barrios bajos, dirigido por Pedro Puche. Se trata de una película con cierta influencia noir, ambientada en entornos marginales de Barcelona, que incluye referencias al consumo de cocaína. Del mismo modo, las alusiones al tráfico de drogas en Domingo de carnaval (Edgar Neville, 1945), ya con el régimen franquista instaurado en el país, aluden a un consumo circunscrito a sectores populares. La trama de la cinta de Neville gira en torno a un asesinato causado por la posesión de “un saquito de droga” valorado en quinientas pesetas. Un ejemplo de la progresiva normalización de la presencia de sustancias ilegales en la gran pantalla, aunque siempre como parte de tramas policiales relacionadas con el tráfico. Es el caso de las posteriores (y abiertamente moralizantes) El salario del crimen (Julio Buchs, 1965), la psicodélica Las Trompetas del Apocalipsis (Julio Buchs, 1969) o La ruta de los narcóticos (Josep Maria Forn, 1963), con guión de José Antonio de la Loma, personaje que va a adquirir un gran protagonismo en esta historia en años venideros.
Porque De la Loma aprovechará el fin del franquismo, la llegada de la democracia y la permisividad que viene con ella para comenzar a abordar la cuestión desde planteamientos más osados y con voluntad realista, aunque la moraleja de las películas casi siempre siguiera siendo la misma. La droga deja de ser un tema tabú, y Damià Jordà marca en 1977 una bisagra fundamental. Por un lado, es el año en que se certifica en España la primera muerte provocada por la heroína. Por otro, se estrenan dos títulos clave: Perros callejeros y Juventud drogada (José Truchado). Vale la pena detenerse en el primero, responsabilidad de José Antonio de la Loma, porque supone la carta de nacimiento del llamado cine quinqui, basado en las historias reales de delincuentes juveniles (que, en algún caso, incluso participan en las películas) relacionados de un modo u otro con el lumpen, la vida criminal y el consumo de drogas. Son los años en que El Torete o El Vaquilla copan las portadas de los periódicos de sucesos y las marquesinas de los cines. Su éxito, de hecho, genera secuelas y films sensacionalistas como Nunca en horas de clase (De la Loma, 1978), importante porque plantea cómo “la droga ha perdido su matiz contracultural y se ha extendido como un producto más de consumo entre jóvenes de familias bien posicionadas”.
También en los aledaños del cine quinqui se situaba Chocolate (Gil Carretero, 1979), cuyo cartel anunciaba que “¡500.000 españoles son adictos a las drogas!” con evidente intención de alarma social. Carlos Saura trataría de dar una pátina de autor al género con Deprisa, deprisa (1981), que obtendría el Oso de Oro en la Berlinale, pero la película que se iba a convertir en el alfa y omega del cine narcótico español la había dirigido Iván Zulueta (él mismo, adicto a la heroína) en 1979: Arrebato, inclasificable obra maestra sobre el poder vampírico de la imagen y la adicción, que con los años se ha convertido en film de culto y que abría un camino para el cine español que nadie quiso o supo seguir. Su mirada sobre el consumo de heroína se distanciaba de la representación de las drogas que hasta entonces se había visto en la industria local, e iba más allá proponiendo una serie de complejas reflexiones abiertas a múltiples lecturas. La Filmoteca Valenciana le dedicó un volumen monográfico en 2005, coordinado por Roberto Cueto, donde se señalaba que “sus diversos niveles de significación se entrelazan, dialogan entre sí y se confunden hasta el punto de que no es tarea fácil analizar sus componentes y las inesperadas reacciones químicas e hipnóticas que provocan”. Efectivamente, como una droga.
Casi como una derivación del cine quinqui, y en busca de similar sensacionalismo (bien refrendado por la morbosa taquilla), llegarían películas como El pico (Eloy de la Iglesia, 1983) y su secuela, donde además de la droga se introducían cuestiones de clase, terrorismo o política, pero es Pedro Almodóvar el director que, siempre según Jordà, muestra mayor tino que ningún otro a la hora de incorporar el imaginario de las drogas a su discurso cinematográfico. Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) ya presenta “un desvergonzado reflejo de la droga”, aunque el autor de Vaselina en la lente destaca, sobre todo, Entre tinieblas (1983), subrayando que “las drogas son para Almodóvar un recurso para construir personajes realistas, con sus vacíos, sus ansiedades y sus vicios, frente a los que adopta una actitud profundamente humanista”. Otro ejemplo claro sería el ama de casa adicta protagonista de ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984). Ante la importancia del corpus fílmico del cineasta manchego, aproximaciones más superficiales y en tono de comedia ligera como Bajarse al moro (Fernando Colomo, 1988) quedan inevitablemente en segundo plano.
Pese a las excepciones mencionadas, el cine relacionado con las drogas ha tendido a situar a sus protagonistas en los márgenes de la sociedad y a estigmatizar sus acciones, hecho que comenzó a cambiar en los años noventa con ejemplos como el de Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1995), basada en la novela homónima de José Ángel Mañas. Si bien no evitaba derivar en conclusiones desvergonzadamente moralistas, la cinta desplazaba (y normalizaba) el consumo entre los jóvenes de clase media (la manida Generación X) a ritmo de punk e indie pop. Jordà la destaca “por su importancia coyuntural e intercultural en el cambio de paradigma en las representaciones mediáticas de las drogas”. Del mismo modo, el autor se detiene en la aproximación al consumo de drogas que hacen otras dos películas clave en la década: El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995) y, especialmente, Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1996), donde los protagonistas, buenos aficionados a la cocaína, son pijos de buena familia que la usan por diversión. “No jóvenes de entorno marginal, ni siquiera universitarios de buena familia, sino herederos de la clase dominante”, señala el texto. Además, el film se sitúa,como el de Álex de la Iglesia, en el terreno de la comedia.
La llegada del nuevo siglo coincide con el auge de las series y los medios digitales, pero el cine continúa ofreciendo algunas aproximaciones de interés a las drogas, como la que propone Heroína (Gerardo Herrero, 2005), cuyo título juega con la ambivalencia entre el opiáceo y la protagonista, una madre coraje que se enfrenta a la pasividad institucional ante las redes del narcotráfico en Galicia. Un film de corte convencional, basado en la vida de Carmen Avedaño, que Jordà destaca como “uno de los más honestos que el cine español ofrecerá sobre el problema de la droga, de forma local y concreta, encarando nuestra historia e intentando dar profundidad a partir de una historia personal”. Pese a su carácter telefílmico, es innegable que destaca al lado de otras producciones donde también se detecta presencia de la droga, como las comedias Gente pez (Jorge Iglesias, 2001), Slam (Miguel Martí, 2003), Hot Milk (Ricardo Bofill, 2005) o Mentiras y gordas (Alfonso Albacete y David Menkes, 2009), incapaces de plantear reflexión alguna sobre el tema. De hecho, son casos en que la droga simplemente parece formar parte del atrezzo.
El recorrido del libro se cierra con After (2009), un interesante film de Alberto Rodríguez, previo a que el director sevillano lograra el éxito masivo con La isla mínima (2014). Aquí “consigue plasmar un verosímil retrato generacional con relativa profundidad”, en palabras de Jordà, que considera al trío protagonista un ejemplo de los despojos de la Generación X. Tres treintañeros sin rumbo que se dejan llevar por el placer hedonista y los paraísos artificiales que les proporciona la droga para evadirse de sus frustraciones cotidianas, aunque la intención de Rodríguez no es nunca formular un discurso sobre el consumo de narcóticos, sino articular una historia a partir de tres puntos de vista diferentes (y tres relatos, por tanto, que cuentan lo mismo, pero no son iguales) y estableciendo conexiones simbólicas con otras intenciones (la alusión directa a La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel). Quizá por eso el último título citado es, en realidad, María, llena eres de gracia (Joshua Marston, 2004), que entra en el texto de refilón, por su condición hispana (es una producción colombiana) y sí se centra de manera específica en el problema de la droga desde una perspectiva amplia, a partir de la experiencia de una mujer utilizada como mula para introducir narcóticos en Estados Unidos. Una película que, en todo caso, no puede marcar un punto final, ya que la filmografía sobre las drogas seguirá creciendo en el futuro. Pero de eso, claro, ya tendrá que hablar otro libro.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz