VALÈNCIA. El pintor, poeta e historiador Karel Van Mander (1548-1606) recomendaba a los jóvenes artistas: “Nuestro pintor debería poder visitar por amor al arte varias regiones del mundo antes de establecerse. Te animaría sin reservas a viajar, si no temiese que te perdieses por el camino equivocado.” Dicho esto y a continuación, no se resistía a advertir de los peligros de estas aventuras “Roma (…) es la cabeza de las escuelas de pintura; pero es también por excelencia, la de los derrochadores e hijos pródigos”
Curiosamente, y más en los tiempos que corren, el llamado Grand Tour, iniciado en el siglo XVII, concretamente hacia 1670, fecha en la que por primera vez aparece el término escrito en la obra de Richard Lassels Voyage d´Italie, fue promovido por jóvenes ingleses, de buenas familias-hay que decirlo- con la finalidad de conocer, de primera mano, la cultura clásica principalmente en Italia. No me gustaría hablar únicamente de este movimiento, que se dice iniciador del turismo, sin dejar de hacer una reflexión sobre los ideales que promovieron esta iniciativa que se desarrolló hasta entrado el siglo XIX. Unos ideales y búsqueda del autoconocimiento a través del arte (pocas cosas más atractivas), de llamada interior a salir a los caminos (unos en carruajes, otros a caballo y otros tantos a pie) y dirigirse, mapa en mano, a la búsqueda de las raíces culturales europeas que no eran otras que las clásicas, dejando aparcadas en casa cualquier clase de pretensiones nacionalistas. El Grand Tour no trata de fronteras políticas, bien al contrario es un viaje iniciático para abrazar una cultura que se tiene como propia, supranacional y unificadora.
No estaría de más que reflexionásemos sobre el hecho de si cabría reivindicar lo que motivó este movimiento cultural, y trasladarlo a los tiempos actuales, de crisis de identidad cultural en Europa, de nacionalismos diferenciadores, excluyentes, y de cierto menosprecio por la antigüedad (mirar al pasado es algo cada vez más brumoso por no decir, oscuro y desconocido para la mayoría), en pos de una masiva devoción por todo lo que huela a tecnología. Un tiempo, el nuestro de permanente apuesta por todo lo que huela a futuro.
El Grand Tour fue sinónimo de un lento transcurrir, de estar armado para descubrir y para dejarse sorprender. De valorar, no tanto la obra en sí, como viva representación de vestigios materiales de gloriosos momentos de la cultura occidental. La cuestión es si estos ideales culturales presentes en el Grand Tour serían transmutables a nuestro tiempo en el que se impone la velocidad, lo mutable, la multitarea. Por un lado, si nuestras tecnologizadas y pixeladas vidas necesitan de ello y si la respuesta es sí, ver cómo hacer para cambiar la forma de mirar. El regreso del pixel a la experiencia directa. Tengamos en cuenta que cada vez viajamos con el propósito de checkear lo que conocemos hasta el más mínimo detalle de nuestros “viajes” a través de la pantalla del ordenador, que de sorprendernos por lo desconocido. Podemos estar seguros que la capacidad de asombro de aquellos viajeros era mucho mayor que la adormecida mirada del hombre del siglo XXI.
El Grand Tour consistía en una búsqueda más allá de los hits culturales, explorando nuevos paisajes, desviándose si era necesario de las vías principales. Hoy en día los viajes son una mezcla de demasiadas cosas de toda índole: algo de arte, experiencias sensoriales, ocio... La cantidad más que la calidad. Ya por aquel entonces algunos se hicieron eco de los viajes que los más pudientes realizaban a todo lujo, pero sin percatarse de lo que veían a su paso. Hay quienes recomendaban hacer las travesías andando o a caballo, y no metidos en los carruajes “dejen ese lujo para los ricos ignorantes que recorren el mundo cual maletas y que encerrados en sus coches, ven el país que atraviesan como una simple linterna mágica cuya portezuela sirve de marco” decía Pierre-Henri de Valenciennes en un libro editado en el año 1800.
Es quizás un buen momento para reivindicar los ideales de aquellos viajeros. Hoy el Grand Tour debería ser más una filosofía de viaje, que una reproducción mimética del viaje a aquellas tierras y ciudades de la Italia clásica. Una filosofía aplicable a nuestros recorridos, incluso sin salir de nuestra propia comarca, y empleando esa “nueva” mirada.
Durante los siglos XVIII y XIX principalmente en Italia se creó todo una “industria” de recreaciones a escala reducida de los monumentos más apreciados por aquellos jóvenes viajeros. Principalmente eran fundidos en bronce, aunque el empleo del mármol, alabastro o madera fue también habitual. Hoy en día se conocen como antigüedades del Grand Tour: reproducciones de época del templo de Castor y Polux, del Arco de Constantino, de la Columna Trajana, de obeliscos, de numerosas esculturas clásicas halladas en las excavaciones de Pompeya y Herculano, miniaturas en micromosaico de los principales hitos arquitectónicos romanos como la Basílica de San Pedro del Vaticano o el Panteon de Agripa. Hoy en día existe un coleccionismo centrado en esta clase de piezas que pueden aparecer en cualquier lugar puesto que su vocación era precisamente viajar en el equipaje puesto que se adquirían en Italia y los viajeros se las llevaban a sus países de origen como recuerdo de aquel viaje de iniciación al arte. También la pintura se hizo eco de aquella admiración por lo clásico y numerosos artistas italianos como Giovanni Paolo Panini, y sus arquitecturas, franceses como Hubert Robert y sus ruinas idealizadas hasta la ensoñación, ingleses como Turner o incluso flamencos trasladaron al lienzo con maestría estos paisajes entre naturales y fruto del talento clásico. Piranesi inteligentemente trasladó al buril y reprodujo en grandes tiradas los monumentos clásicos y las grandes construcciones romanas del Barroco, con el fin de que fueran adquiridas a modo de souvenir los viajeros- que no turistas- tras su estancia en la Ciudad Eterna.