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LOS ESCRITORES Y SUS CIUDADES (VI)

Viaje a la costa de Italia con Pier Paolo Pasolini

1/08/2018 - 

VALÈNCIA. El pasado verano ya iniciamos aquí una serie dedicada a los escritores y sus vacaciones, a las ciudades literarias que conviene visitar. El agosto de 2017 hablamos de Karen Blixen en Rungsted, Sir Walter Scott en su Edimburgo natal, la Cracovia de Szymborska, Juliana de Norwich y el Montevideo de Vilariño, Onetti y Benedetti. Este estío queremos continuar con esta serie y la inciamos con uno de los escritores y cineastas italianos más importante de todos los tiempos, Pier Paolo Pasolini, que escribió un delicioso diario de viaje por la costa italiana y que ahora recoge la editorial Gallo Nero —con traducción de David Paradela López— bajo el título La larga carretera de arena.

Estas crónicas fueron un encargo de la revista Successo para ser escritas en tres entregas que se publicaron el 4 de julio, 14 de agosto y 5 de septiembre del año 1959, con fotografías de Paolo di Paolo. Escribe Paolo Mauri en el prólogo del libro titulado ‘Las playas de Pasolini’ que Pasolini se crecía ante el dolor y la rabia y que, por eso, resultaba “tan extraño encontrarlo de viaje por las costas italianas en el año de gracia de 1959”. Porque era un Pasolini feliz. Aquel año Pasolini publicó Una vida violenta. Algunos de sus fragmentos tuvieron que ser eliminados por el acoso de la censura. No ganó el Premio Strega pero sí el Crotone. En ese contexto comienza ese viaje por las playas italianas en un Fiat 1100 que conduce el propio Pasolini.

La frontera, junio

Cae el sol sobre Francia e Italia. Un montón de rocas y macollas, único: un montón de tierra, con picos, ensenadas, encrespaduras. Al fono, se encuentra la villa de Coty, una pequeña villa amarilla rodeada por un denso jardín. Un vapor rosado, que humea formando columnas en lo alto, funde aún más este bloque de costa.

Justo ahí, en la frontera con Francia, comienza el viaje, al lado del río San Luigi. Al fondo de se ve la villa de Serguéi Vóronov, un científico algo loco que, tal y como cuenta Mauri en el prólogo, “aspiraba a restituir el vigor a los ancianos trasplantándoles testículos de chimpancé”. Ya en ese inicio Pasolini intenta reflejar cuáles son sus objetivos en estos reportajes: “Sediento de noticias, me angustio ante la idea de plasmar esta visión tan pura de un modo definido, claro, intangible”.

Pronto llegó a San Remo y allí entra en el casino:

Entro como Charlot, tratando de pasar desapercibido bajo la monumental mirada de los vigilantes.

Pierde en la ruleta en el primer momento en el que lo intenta:

En efecto, basta un instante: pierdo. Hecho esto, huyo. Soy el típico que se suicida por pérdidas de juego: prefiero cortar el problema de raíz. Paseo por los salones.

Pasolini se dedica a observar y allí ve a una mujer bella, “como Lana Turner”, cuya principal ocupación consistía en mantenerse impasible como un muerto:

(…) como mujer que es, lo hace mejor que los hombres que la rodean, algo toscos, ligados a sus profesionales: el industrial milanés, joven, con bigote; el comerciante lugareño; el piamontés delgado, acostumbrado a tratar con empleados, secretarias, etcétera, etcétera. Ella, como mujer, es mundana, sí, pero menos necesitada socialmente, y es capaz de adoptar un auténtico aire de leyenda. Las únicas expresiones que se permite son la de una leve jaqueca y la del sueño.

Cuando llega a Spotorno se plantea si pararse o no para ver a Sbarbaro, “uno de los más auténticos poetas de la literatura del siglo XX”. Pasan por Génova y llegan a Portofino. Allí los lugareños le indican que al día siguiente llegará Ava Gardner con una mujer norteamericana muy rica. Pasolini no sabe quién es. El camino en el Fiat continúa y llegan a Rapallo donde las bandas de música tocan en los bares frente a un ejército de sillas. A Pasolini, naturalmente, le interesan mucho más estos pequeños detalles, esos hombres y mujeres anónimos que las estrellas de Hollywood.

Su llegada a Lerici no puede ser más perfecta. El sol es perfecto pero no hace demasiado calor. “La juventud”, observará Pasolini, “se pasea por las calles como en un domingo de primavera”. Y justo en ese momento el cineasta aparece y nos damos cuenta de que todo ese viaje es, en verdad, un proceso de localización que más tarde le servirá para su película El evangelio según San Mateo, que se rodó en Matera, Apulia y los alrededores del Etna.

Un trávelin largo por el muelle de Lerici, bajo la loma repleta de casas, a lo largo del puerto deportivo, daría para toda una película.

El julio comienza la segunda parte del viaje que tiene lugar el Ostia, un lugar que acabará siendo terrible para él, pues allí Pasolini sería asesinado por Pino Pelosi.  Sin embargo, cuando se queda solo a bordo de su coche paseando por allí, la excitación es máxima: “El corazón me late de alegría, de impaciencia, de orgasmo”. Pasa por Nápoles y llegan a Isquia donde Pasolini hace una declaración casi inédita en su dramática vida:

Soy feliz. Hacía tanto tiempo que no podría decir esto: ¿qué será lo que me transmite esta sensación tan íntima y precisa de alegría, de ligereza? Nada. O casi. Un silencio maravilloso me rodea: la habitación del hotel, en la que llevo cinco minutos, da a un gran monte, muy verde, con alguna que otra casa modesta y normal. Llueve.

En Siracusa descubre que una gran amiga suya, Adriana Asti, está interpretando El cuento de invierno de Shakespeare en las Latomías. Va a buscarla al hotel donde se aloja la actriz.

La parte final de este viaje maravilloso comienza en Pescara donde “empiezan las grandes playas adriáticas, una nueva civilización balnearia”. Venecia y Trieste son las últimas paradas. En la primera conversa con un camarero que afirma sentirse xenófobo porque “los extranjeros que han venido este año a Venecia son todo gente fea, desagradable, maleducada…”.

Trieste es, para Pasolini, increíble porque justo aquí “Italia da un último coletazo, es una Italia como no la había visto en cientos de kilómetros”. El autor va hasta el paseo y observa a la gente local con sus cotidianas e íntimas miserias. “Aquí termina Italia, aquí termina el verano”, escribe Pasolini al final de este libro inolvidable. Y una siente entonces que todo el tiempo, durante la lectura, ha estado en el asiento de copiloto de ese Fiat ya legendario, acompañando a un hombre tan sabio que solo se interesaba por lo pequeño.

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