Mañana se cumplirán cien años del nacimiento de Eva Perón, el personaje de ficción más controvertido de la Argentina. Ella, y no Perón (Juan Domingo), fundó un movimiento, una época y toda una tradición literaria que aún perdura en nuestros días
El 2 de marzo de 1970, a las puertas del teatro L'Éppée de Bois, en pleno corazón del barrio latino de París, estalló una bomba y varios espectadores comenzaron a agredir al público que esperaba el inicio de la función. Era el estreno de Eva Perón, la obra teatral que Copi había estado escribiendo sobre la primera dama argentina, y quizás el hecho de poner sobre las tablas las horas finales de Evita, organizando su entierro como una histérica, pidiendo que la enterraran con sus joyas, atormentada por el dolor del cáncer y de la conciencia de la muerte y, sobre todo, por el hecho de ser representada por un travesti, fueron los motivos que llevaron a un grupo de afines al general Juan Domingo Perón a reventar el acto.
Evita había muerto en 1952, casi veinte años antes, y el general vivía en Madrid, tras el golpe de Estado que lo había derrocado. En ese intervalo de tiempo, la leyenda de Eva Perón había adquirido dimensiones esotéricas, de modo que cualquier puesta en escena, aunque fuera en París, aunque fuera a 10.000 kilómetros de Buenos Aires, aunque fuera dirigida por un dramaturgo argentino afincado en Francia, que escribía en francés y que se juntaba con gente loca como Alejandro Jodorowsky o Fernando Arrabal, aun así –decía- nada resultaba inocente.
Aquel año de 1970 Juan Domingo Perón preparaba su regreso a Argentina, para tomar de nuevo el poder junto a María Estela Martínez de Perón, Isabelita. El peronismo, lejos de ser un anacronismo de entreguerras, había sobrevivido a las décadas, a los vaivenes de la historia militar argentina y estaba a punto de ofrecer su lado más cruel: el pistolerismo, los paramilitares, la liquidación de la disidencia, los primeros desaparecidos, la fundación de la tripe A, la extrema derecha que abriría el paso para la dictadura de Jorge Rafael Videla en 1976. Isabelita vive todavía hoy en Madrid, en su casa de Puerta de Hierro, el mismo lugar en el que el general Perón, ella y el brujo López Rega recibirían el cuerpo embalsamado de Evita en septiembre de 1971, tras muchos años de trasiego. Secuelas de una historia que no cesa.
El atentado en L’Épée de Bois alcanza a explicar la virulencia que cualquier manifestación pública sobre Evita tenía en aquel momento. Desde luego, una travesti maniática y paranoica fue entendida como un sacrilegio para el mito político de la mitad del país. Una profanación. Una ofensa digna de una bomba.
Hubo un tiempo en que nadie podía decir el nombre de Evita Perón en vano, sin salir indemne, sin endosarle adjetivos compuestos y grandilocuentes, o sin insultarla sin piedad y que esas ofensas se convirtieran en un motivo para seguir viviendo. Como el peronismo, amor y odio. Como el kirchnerismo. Como todas sus consecuencias.
Antes y después de Copi habían escrito sobre ella numerosos escritores. Jorge Luis Borges, furibundo antiperonista, la había pintado como un muñeco de trapo que un militar compungido y lacrimoso paseaba por los pueblos pobres para recoger dinero. Néstor Perlongher, otro de los escritores que llevaron su imagen al límite, la encerró en las habitaciones del puerto de Buenos Aires, donde despachaba como prostituta a los marineros varados en un ambiente de alcohol y nebulosa, como los fotogramas de Querelle, la película (porno) de Rainer Fassbinder y Brad Davis.
Tantas versiones despertó el mito que incluso Madonna (o mutatis mutandis su álter ego español, Paloma San Basilio) llegó a cantar en un musical dedicado a su figura. El célebre “No llores por mí argentina” fue cantado ya a finales de los setenta, pero el kitsch fue creciendo como una bola de nieve de mal gusto, a lo largo de los años y de las décadas hasta la actualidad. Es sintomático: de Evita solo llegan los restos y los refritos, ya nada queda fuera del icono en el que se convirtió.
Aunque sin duda quien la elevó a los altares de la cultura (alta, baja o donde quiera que se encuentren los altares) fue Tomás Eloy Martínez. En 1995 publicó Santa Evita, una novela envidiada por Gabriel García Márquez y por Mario Vargas Llosa, en la que relató la vida de la primera dama argentina, pero sobre todo su muerte: el embalsamamiento de Pedro Ara y las supuestas violaciones al cadáver, los funerales grabados por la 20th Century Fox, la realización de copias de cera del cuerpo para evitar que los militares lo secuestraran y lo profanaran, el entierro y desentierro sucesivo o los años transcurridos en un cementerio de Milán bajo la custodia de un coronel.
Desde su muerte en 1952, su cuerpo comenzó a girar durante veinte años hasta llegar a casa, como Ulises en la Odisea. Los antiperonistas querían recuperar el cuerpo para evitar cualquier sublevación, y los peronistas querían repartírselo como reliquias que iluminan el mundo y erigirle altares por todos los rincones del país. Tomás Eloy Martínez supo contar en esa novela los avatares del cadáver, la circulación de las copias de cera y el oscurantismo de una época que estaba destinada a ser dramática y cruel. Para ello, Martínez recogía no solo los hechos probados por la biografía de Evita, sino también aquellos rumores y aquellas leyendas sobre el personaje, que decían que hacía milagros, que había muerto a los 33 años como Jesucristo o que llevaba a la fatalidad a quien se ocupaba de ella.
Mañana se cumplirán cien años del nacimiento de Eva Perón, el personaje de ficción más controvertido de la Argentina. Ella, y no Juan Domingo Perón, fundó un movimiento, una época y toda una tradición literaria que aún perdura en nuestros días.
Evita es un restaurante, un musical, decenas de películas malas, un icono gay, una tienda de regalos y souvenirs con restaurante incluido en pleno barrio de Palermo, camisetas, chapas, pines, libritos sobre su vida y su pensamiento, el mural gigante que señorea en la avenida 9 de julio, la novela enorme de Tomás Eloy Martínez o la aldea de los gnomos que encontramos en El Calafate, en la que habían nombrado madrina de honor a Cristina Fernández de Kirchner. Evita y la retórica peronista está plagada de consignas, apelaciones al pueblo y a la estética kitsch.
En una ocasión, el último día de trabajo antes de despedirme de la oficina, imprimí una de las frases de Evita para dejarla de recuerdo: “Volveré y seré millones”. Todo en ella era ficción, hasta esa frase que nunca dijo. Por eso, más que un movimiento político, el peronismo es un movimiento literario. Una ficción constante. Una militancia llena de ideales y de imaginación, llena de furia y llena de simulacros. Mañana se cumplirán 100 años desde su nacimiento, pero a juzgar por lo determinante que supone en la vida política y la vida pública de los argentinos hasta el día de hoy, el peronismo va a durar mil años.