crónica de concierto

Un Sibelius limpio y transparente compensa el tedio de la primera parte

Canceló por enfermedad Vladimir Jurowski, una de las batutas con mayor interés de la  programación en curso del Palau de la Música. Fue sustituido por el suizo Thierry Fischer al frente de la Orchestra of the Age of Enlightenment, otro punto focal de esta temporada. Actuaba asimismo la violinista Alina Ibragimova

1/06/2019 - 

VALÈNCIA. Estaban programadas la Serenata para cuerdas op. 20 de Elgar, el Concierto para violín op. 8 de Richard Strauss, y la Segunda Sinfonía, op. 43 de Sibelius. Las dos primeras obras, que completaban la primera parte de la sesión, tendrán –quizás- encantos ocultos y llevan, sin duda alguna, importantes firmas. Pero lo cierto es que su interés es bastante relativo. Tanto es así que cabía preguntarse a quién se le habría ocurrido poner una detrás de otra, como si se tratara de que el respetable huyera ya en el descanso. Porque está bien conocer las obras tempranas de los grandes compositores –en este caso, ambas lo son, especialmente la de Strauss-, pero cuando tienen tan escaso calibre, con una por sesión debería bastar. Por suerte, el Sibelius de después compensó al público. Con creces.

La Serenata de Elgar es una partitura que podría calificarse de “mona”. Está bien construida y es agradable. Poco más. El compositor inglés tiene muchas páginas de ese tipo, aunque, ciertamente, a medida que iba adquiriendo mayor madurez y experiencia, su música, naturalmente, traducía ambas cosas. Sin embargo, sólo tras el aldabonazo que significó para él la Primera Guerra Mundial, compuso una obra que sacude hasta el fondo el corazón de los oyentes: el Concierto para violonchelo y orquesta. Por su dramatismo e incisividad, el último calificativo que cabría aplicarle es el de “mono”. El catálogo de Elgar incluye también otras composiciones que, sin llegar a esta intensidad expresiva, sí que van más allá de la Serenata op. 20.  Por otra parte, y como sucede tantas veces, calidad y fama no siempre circulan unidas:  Land of Hope and Glory, la más conocida de todas, parece funcionar incluso como el segundo himno nacional de Gran Bretaña. Y no es, desde luego, lo mejor que Elgar haya escrito. 

Si volvemos a la Serenata de este miércoles, conviene señalar que la Orchestra of the Age of Enlightenment, (que podríamos  traducir al castellano como “Orquesta de la época de la Ilustración”), sacó de la partitura todo lo que se podía sacar. La cuerda de la formación brindó, con la suavidad de sus arcos, un precioso sonido. Y lo brindó desde la primera nota, con esa magnífica intervención de las violas con que se inicia. Fischer ajustó muy bien y delineó con limpieza. Clarificó meticulosamente todas las voces, no olvidando las intermedias, que se escucharon a la perfección, y fraseó con gusto y elegancia. La obra tampoco daba para mucho más.

Foto: EVA RIPOLL

Vino luego el Concierto para violín de Richard Strauss, de mayor ambición, aunque más en las dificultades que plantea al solista que en el concepto general. Preciso es recordar de nuevo que se trata de una obra juvenil, y que su autor sólo tenía 17 años cuando lo escribió. Esta vez tuvimos a la orquesta al completo, ya con vientos y percusión. Era solista la rusa Alina Ibragimova.

La primera intervención de ésta produjo en parte del público la sensación de que estaba desafinando, pero se trataba, en realidad, de un pasaje de notas dobles en el violín, donde una de las líneas se movía por grados cromáticos, mientras que la otra enarbolaba acordes mayores desgranados en forma de arpegios. Al realizar esto a buena velocidad (semicorcheas en Allegro), el oído puede confundirse al fusionar ambas líneas y parecerle que el violín desafina, pero no. La rusa lució también una buena agilidad y un bonito sonido, especialmente manifiesto en el movimiento central. Su volumen resultó algo pequeño en otros momentos. El cantabile y la habilidad para controlar las dinámicas en la gama del piano fueron notables. Su capacidad de expresión habrá que dejarla entre interrogantes, pues Strauss no pareció encerrar en esta partitura muchas cosas que expresar.

Más bien se ciñó a modelos conocidos, y ofreció al violín –sobre todo en el Largo- una alfombra orquestal sin demasiado interés sobre la que desarrollar sus habilidades. La orquesta siguió con un ajuste impecable, y eso sí: ya se notaba en ese Strauss de 17 años su querencia por el sonido de la trompa, y su instinto para situarlo en los puntos que más convienen a la partitura. Un instinto mamado en su propio hogar (su padre fue solista de trompa en la  Ópera de la Corte de Munich). Quizá fueron las intervenciones de esta sección, impecables además en cuanto a su ejecución, uno de los pocos indicios, en este op. 8, de lo que sería luego Richard Strauss como orquestador.

Una mirada sobre Sibelius que sugiere el amanecer. Más que la tarde.

Se llegó, pues, al descanso con sensación de vacío. También había algo de temor ante la Segunda de Sibelius que venía después y que quizá chocara al público. ¿Cómo sonaría con una orquesta de instrumentos originales? ¿qué iba a hacer la Orquesta de la Edad de la Ilustración, siempre tan renovadora, con una obra tan conocida por la gente, pero en versiones tradicionales? Tampoco estaba Jurowski, habitual en el podio de esta orquesta... Y Thierry Fischer ¿habría tenido tiempo suficiente para ensayar con ellos...?

Foto: EVA RIPOLL

Temores, casi todos, que no se confirmaron. No sabemos cómo le suena a Jurowski esta partitura, pero el público tuvo, muy pronto, la sensación de que todo iba bien. Bien, aunque de forma diferente. La épica grandiosa que trazó, por ejemplo, Bernstein, con la Filarmónica de Viena –versión que fue una de las  “preferidas” durante muchos años- disminuye bastante, aunque no desaparece del todo. 

La grandeza del paisaje nórdico está todavía ahí, pero todo es más ligero, menos denso, más transparente. Los contrabajos funcionan muchas veces, al igual que en aquella, como latidos, pero tienen menos peso, resultan más discretos, aunque no menos emocionados. Las maderas se dirigen hacia el color bucólico que pinta paisajes de amanecer (por cierto, ¡qué oboes los de esta orquesta!), y se olvida de los vespertinos. Las trompas no atronaron nunca, a pesar de ser cinco, al igual que el resto de los cobres. Violines de mayor suavidad dieron una intimidad a la partitura que no le robó nada a las versiones tradicionales, pero que sí pudo dejar en segundo plano lo que allí estaba en primero, y viceversa...

Era otra cosa, como sucede casi siempre con este tipo de orquestas... cuando son buenas. El fraseo, también más fragmentado, subrayando la individualidad de los breves motivos con que el compositor finlandés construye a veces la melodía, desvelaba en mayor medida el carácter de “suma” que el de “concepción unitaria”, como si se tratara de pinceladas muy sueltas, aunque relacionadas. Se iba, un poquito más, hacia ese Sibelius transgresor de obras posteriores. Un Sibelius que, incluso, se anuncia mejor en algunos momentos de su Primera Sinfonía que en la Segunda, tomada siempre como emblema del nacionalismo finlandés, y hasta como suma y compendio de la música de Sibelius, olvidando todas las rupturas que vinieron luego.

Foto: EVA RIPOLL

Thierry Fischer tuvo la inteligencia de no buscar, con la inquieta agrupación que tenía delante, una versión de las que se esperan  en orquestas de otro tipo. Aquí se trataba de encontrarse con la naturaleza de una forma íntima, más lírica que épica, más del tamaño de hombres y mujeres, y hasta con mayor cabida para la esperanza, aunque fuera como posibilidad. La orquesta trabajó de manera admirable. Gustaron todas y cada una de sus secciones. Y, sobre todo, el concepto. 

Al menos, a los que creemos que no existe una “única” traducción aceptable de las obras maestras, esas dichosas “versiones de referencia”. 

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