Con motivo del 75 aniversario de la muerte del autor de 'Las nanas de la cebolla' Astiberri recupera "La voz que no cesas", la magnífica biografía de Miguel Hernández de Ramón Boldú y Ramon Perreira
VALÈNCIA.— Aunque en el cine parece que la Guerra Civil (antes, durante y después) es un tema en retroceso —no como en los medios, que somos más de repetirla— en la literatura todavía sigue siendo un tema recurrentes. Ahí están las recién editadas Os salvaré la vida, de Joaquín Leguina y Rubén Buren, o Los pacientes del doctor García, de Almudena Grandes, a modo de ejemplo. En el cómic, sin embargo, este fue un tema que durante un tiempo parecía que solo interesaba a Carlos Giménez, pero en los últimos años la lista de novelas gráficas no para de crecer con títulos que además de la temática tienen en común la calidad: Los surcos del azar (Paco Roca), El Arte de vivir y El ala rota (Kim y Altarriba), Jamás tendré 20 años (Jaime Martí), Dr. Uriel (Sento), Esperaré siempre tu regreso (Jordi Peidró)…
Y así, con la Cruzada como telón de fondo, Astiberri acaba de reeditar La voz que no cesa, un repaso a la vida de Miguel Hernández firmada por el guionista Ramón Pereira y el dibujante Ramón Boldú. La obra ya fue publicada originalmente por EDT (Editores de Tebeos / Glenat) en diciembre de 2013 pero pasó prácticamente desapercibida. Ahora, la editorial vasca la recupera en una edición muy cuidada coincidiendo con la conmemoración del 75 aniversario del nacimiento del poeta oriolano.
“La idea fue de Pereira”, explica a Cultura Plaza, “quien me contactó originalmente para dibujar un proyecto mucho más pequeño. Yo de Miguel Hernández conocía El rayo que no cesa, que es uno de esos libros que te marca, pero si no es por Pereira tampoco me hubiera detenido en su biografía. Eso sí, una vez me metí me pareció un personaje fascinante”.
En principio, para la biografía de un poeta, parece que se impone un dibujo elegante que acompañe tan ilustre propósito y, quizás, un poco de color para crear el ambiente propicio, un trato parecido al que dio Sento a su Dr. Uriel. Nada más lejos de la realidad. Ramón Boldú (Los sexcéntricos, El arte de criar malvas, Bohemio, pero abstemio…), que se fogueó en la mítica revista Lib, se refugia en los grises para contar esta historia y recurre a un estilo feista (dicho sea como elogio) de claros tintes underground. La apuesta, arriesgada, le ha salido bordada y le da un plus al relato.
Sobre el estilo explica Boldú que “mi estilo es el que es, pero sí que es verdad que podría haberlo adecuado a las circunstancias, pero creo que mi dibujo ayuda a entender el momento convulso que le tocó vivir, y sobre todo una biografía que fue muy dura por mucho que el fuera una persona muy optimista. Podría incluso haber recurrido al color, como he hecho muchas veces, pero creo que esta es una historia que hay que contar en blanco y negro”.
A mucha gente le puede haber ocurrido que —a base de tantas biografías, actos y homenajes— este año hernandiano le haya acabado saturado. A la lista hay que sumar a los que están saturados de tanto santo sin peana que ya no le cabe una biografía —en forma de vida ejemplar— más en la cabeza. No es el caso. La vida del autor de Nanas de la cebolla, que se codeó con los más grandes intelectuales de su tiempo, es la de un optimista ingenuo, un carácter que, en parte, tuvo que ver con su desgraciado final. Eso sí, más tuvo que ver que había mucho hijoputa suelto, pues no se trata de culpabilizar a la víctima de su trágico final.
Por lo que respecta al telón de fondo, la Guerra Civil, a destacar algunos de los aciertos de la obra. A diferencia de otros hagiógrafos del autor de El niño yuntero, Boldú y Pereira no pasan de puntillas sobre uno de los hechos más lamentables (y controvertidos) de su biografía: la traición, o casi, de Rafael Alberti que pudiendo haberle salvado la vida incluyendo su nombre en la lista de intelectuales que podían exiliarse a Chile (y que depositó en la embajada), el del oriolano no estaba.
Del Marinero en Tierra se sabía que su comportamiento durante tan negra etapa de la historia de España no fue del todo ejemplar. Tampoco movió un dedo para salvar a su amigo Pedro Muñoz Seca (autor de La venganza de Don Mendo) y en su columna en ABC —titulada muy gráficamente A paseo— se dedicaba a nombrar a los enemigos de la República, lo que era como poner la diana en la cabeza del mentado. Pero si esta actitud se puede entender (pero no justificar) por el calor de la guerra, la de Hernández no tiene excusa: fue la envidia que sentía por alguien a quien se conocía como ‘el poeta del pueblo’ lo que le llevó a dejarle con el culo al aire.
Hay otro momento en la obra que también merece ser destacado. Para entender la Guerra Civil —y está claro dónde deben estar las simpatías— hay que recordar que en ambos bandos hubo gente capaz de lo peor. Uno de estos episodios se refleja en la absurda muerte de Manuel, el padre de su futura esposa Josefina Manresa, asesinado por milicianos en una emboscada al confundirlo con un sublevado, ya que el suegro del poeta era Guardia Civil (pero permaneció fiel a la república).
El gran acierto de La voz que no cesa es que es un excelente repaso de la biografía del poeta (a eso ayudan los elementos oníricos, como el pájaro con el que Hernández entabla una amistad mientras está en la cárcel), pero es sobre todo la biografía de un persona de carne y hueso, alguien que nació cabrero y pese al empeño de su padre por mantenerlo en la indigencia mental más absoluta, logró convertirse en un de los mejores poetas del siglo XX.