Cuesta ser original cuanto tanto se ha escrito esta semana sobre las elecciones madrileñas del 4 de mayo: los motivos de la contundente victoria de Isabel Díaz Ayuso, sus efectos en la política nacional y valenciana, los posibles adelantos electorales, el mito destruido de Iván Redondo… A juicio de quien esto escribe, los resultados dejan tres consecuencias positivas para la política española:
A pesar de los intentos de Tezanos por ilusionar a la izquierda con sus sondeos intencionados y extemporáneos, era tan evidente que Díaz Ayuso iba a repetir como presidenta, que la única duda era saber si necesitaría a Vox o no. Y no lo necesita, ya que el PP tiene más escaños que toda la izquierda y es improbable que el partido de Abascal se junte con el que denomina "frente popular" para derrotar a Ayuso en cualquier votación.
Se trata de una buena noticia para los demócratas, aunque más de un antifascista pueda sentirse decepcionado porque no podrá, en principio, seguir acusando al PP de estar en manos de la ultraderecha y el fascismo. En principio, porque es posible que la presidenta madrileña haga concesiones a Rocío Monasterio para debilitar aún más el papel de Vox en lo que queda de legislatura y, dentro de dos años, conseguir la mayoría absoluta.
Es una buena noticia para la democracia que la ultraderecha no sea relevante en los parlamentos. Vox es un partido en declive que se sostiene gracias al enfrentamiento a cara de perro con los del otro extremo y a los aspavientos de algunos medios de comunicación empeñados en convertir en noticia cualquier exabrupto.
La retirada de quien durante la campaña prometió que estaría en la Asamblea de Madrid hasta 2023, sabiendo que no iba ni a recoger el acta –su espantà estaba tan planificada como la del debate de la Cadena Ser–, es otra buena noticia para la política española. Iglesias y Podemos han aportado cosas positivas a la política, han llevado al parlamento la voz a quienes no estaban representados porque ni siquiera votaban y han obrado logros como el freno a los desahucios más crueles y la subida del Salario Mínimo Interprofesional que elevó las rentas de los que menos cobran y peor lo pasan.
Pero Iglesias ha aportado, sobre todo, odio. Un odio que al final se le ha vuelto en contra porque es un broncas. Quien ha defendido que en democracia es legítimo el uso de la violencia para lograr fines políticos, quien prefirió el argumento ad hominem antes que el debate de ideas, quien llamó "jarabe democrático" a los escraches y dijo –siendo vicepresidente del Gobierno– que hay que "naturalizar el insulto" a políticos y periodistas, ha acabado escrachado e insultado, quejándose con razón de ser un chivo expiatorio.
Tiene razón Iglesias, su figura moviliza "a lo peor de los que odian la democracia", pero es que tirar piedras y dar patadas viene de serie con el ser humano desde hace unos 200.000 años –el insulto, algo más tarde–; no es por desconocimiento que la mayoría no empleemos esos métodos de persuasión, es por civismo. Así que cuando uno jalea a las hordas para que utilicen la violencia en lugar de el diálogo es muy probable que termine recibiendo la misma medicina, el mismo jarabe.
La política es enfrentamiento, es lenguaje duro a veces rayano en el insulto, es descalificación del contrario, es crispación… La crispación política ha existido siempre, lo peligroso es que un líder político –Iglesias no es el único pero sí uno de los más destacados– justifique que se traspase la raya de la violencia.
El clima político se ha vuelto irrespirable en Madrid y Pablo Iglesias tiene parte de la responsabilidad. Cabe subrayar que el ambiente se ha vuelto irrespirable en Madrid por culpa también de algunos medios de comunicación que han difundido odio a diestro y siniestro. Por suerte, esa tensión no se ha contagiado al resto de España. Véase la diferencia entre la despedida de Iglesias, llamando "trumpista" a la ganadora de las elecciones a la que no felicitó, sin arrepentimiento alguno y, por supuesto, sin pedir perdón, y la de Isabel Bonig, política dura donde las haya, azote de Ximo Puig y del Gobierno del Botànic durante seis años, que salió ovacionada y abrazada por sus rivales políticos entre lágrimas tras darles las gracias por su buena relación "en lo personal, que no en lo político", y pedir disculpas por sus errores. Como recordó en su última intervención en Les Corts, "la democracia consiste en la confrontación de proyectos y no en el ataque personal".
La salida de Iglesias es, pues, una buena noticia. Se ha publicado que continuará haciendo política pero a través de la televisión con un programa de "periodismo crítico" –ojalá esto fuera un pleonasmo–; en la Sexta, según Abc. Si así fuera, Iglesias volvería a obrar en contra de su discurso al trabajar para un medio de comunicación privado gracias a la libertad de prensa en la que no creía cuando –él, que tanto les debe– repetía que "la existencia de medios privados ataca la libertad de expresión" y proponía que el Gobierno los controlase.
La tercera buena noticia es que en medio de la crispación política, los votantes más a la izquierda han preferido el discurso moderado de Más Madrid al guerracivilista de Unidas Podemos al que, como colofón de una cadena de errores del PSOE, se sumó Gabilondo a última hora.
Mónica García se ha revelado –al menos para los de fuera de Madrid que apenas la conocíamos– como una política dura que ha sabido confrontar sus ideas a las de Ayuso sin bajar al barro que todo lo ensucia. Cuando Errejón dejó Podemos, necesitaba diferenciarse de Iglesias, dado que su ideario es muy parecido. Y lo hizo apelando a la razón, debatiendo sobre ideas y no con insultos y descalificaciones.
Esa izquierda menos radical, más estilo Compromís, coalición con la que hizo una lista conjunta para las elecciones de 2019, no había recibido el premio electoral que merecía por culpa de la retroalimentación entre los viscerales Vox y Podemos que perjudicaba a los menos radicales. Pero esta vez la polarización impostada apenas ha servido a los dos extremos para salvarse de la quema del 5% que rondaban cuando se convocaron las elecciones, mientras Más Madrid ha recogido los votos de quienes están hartos de tanto espectáculo y prefieren soluciones.