No hace falta que España se rompa; basta con que se evapore, como está sucediendo. El anuncio del Gobierno pinocho de transferir más competencias al País Vasco y Cataluña llevan al Estado a un camino sin retorno. El Estado español se suicida ante la indiferencia de casi todos
No abundan los estados que se suicidan a lo largo de la historia. Quizá uno de ellos fuese el italiano en 1922, cuando se acobardó frente a una banda de marginales liderados por un socialista luego reconvertido en fascista, llamado Benito Mussolini. En el reciente libro M. El hombre del siglo, Antonio Scurati traza un retrato preciso y sugestivo del personaje y también de la época que hizo posible que un desclasado y demagogo se hiciese con el poder en Roma.
Pero no hay que remontarse a la Italia de hace cien años. En 2020 el Estado español se suicida ante la indiferencia de casi todos. No es un proceso reciente pues las bases de esta muerte asistida se pusieron hace cuarenta años con la creación de las autonomías que, además de ser un disparate económico, se ha revelado un error político de proporciones colosales. En lugar de vertebrar el país, como era el propósito de sus defensores, ha acentuado las tensiones territoriales con grave riesgo para su unidad.
En estas semanas en que tanto se habla de legalizar la eutanasia, cabría proponer al Gobierno pinocho que empezase por el Estado, que se pudre por días, aunque nadie quiera darse por enterado. El Estado se suicida cuando desaparece en territorios como el País Vasco y Cataluña.
El hilo testimonial que une a Euskadi con el resto de España desaparecerá en breve cuando reciba el traspaso de las competencias de la Seguridad Social y la gestión de las cárceles. En Cataluña se sigue el mismo camino para borrar la presencia de la Administración central. Para eso se ha creado la mal llamada mesa de diálogo, que guarda semejanzas con el patio de Monipodio de Cervantes, lugar pretendido por pícaros de todo pelaje, donde nada es lo que parece y todo delito halla acomodo.
Además del País Vasco y Cataluña, otras comunidades pugnan por achicar las estructuras estatales para gestionar más competencias, con el falaz argumento de que así estarán en mejores manos. Baleares, Navarra —con la Guardia Civil amenazada de expulsión—, Aragón y la Comunidad Valenciana, donde la peste nacionalista se extiende, aspiran a seguir esta senda. Los caciques regionales aplauden este proceso de deconstrucción del Estado español. Así engordan sus privilegios.
No hace falta que España se rompa; basta con que se evapore. Se está evaporando ante la indiferencia de la mayoría. La demolición del Estado se ejecuta de acuerdo con un guion que avanza sin problemas, porque la oposición está dividida y la gente ignora lo que está en juego: la paz y el bienestar de las próximas décadas.
La única esperanza de que el Estado español no baje la persiana este fin de semana es la cobardía pertinaz del nacionalismo catalán
El guión contempla los permisos concedidos por la Generalitat a los golpistas condenados por el golpe en Cataluña. Son una indecencia. Demuestran que este país está en manos de una partida de tahúres, que manosean todas las instituciones sin pudor para someterlas a sus intereses partidistas.
A esos permisos carcelarios de los que están excluidos la mayoría de los presos, hay que sumar la reforma del delito de sedición en el Código Penal para contentar a los independentistas y reducir la pena de mosén Junqueras, condenado a solo 13 años por intentar romper nuestro país.
Quienes deberían defender al Estado son sus liquidadores: el presidente maniquí y su gabinete compuesto por la peor cantera de políticos de esta democracia. A la estulticia de sus ministros se suma la cobardía moral.
Si fuese independentista, mañana lo volvería a hacer. Dos años y medio después del golpe del 1-O, el Estado español es más débil y sus gobernantes están dispuestos a facilitar un referéndum que sirva de coartada para la ruptura. Si el nacionalismo catalán fuese valiente por primera vez en su historia; si tuviese el coraje del que ha carecido siempre, si imitase a los holandeses y a los portugueses, esa guerra contra España la ganaría de calle. No tienen a nadie que los frene.
La única esperanza de que el Estado no baje la persiana este fin de semana es la pertinaz cobardía del nacionalismo catalán. A sus dirigentes les tiemblan las piernas cuando imaginan la posibilidad de perder la hacienda, que les es más importante que la libertad. No en vano, a los golpistas los tratan como pachás en sus cárceles. Pero no es una actitud edificante. Después de trescientos años siguen jugando a independizarse, suplicando que se lo pongan fácil para no pagar el precio que exige la decisión. Esto no es serio; más bien parece una travesura de niños.
En fin, mientras le llega la muerte indigna al Estado español, asistiremos a una mascarada protagonizada por dos facciones de impostores, los de Madrid y los de Barcelona, muy parecidos en el fondo. Como a los malos entrenadores, les interesa mantener la portería a cero. Jugar al empate y ganar tiempo. Un empate entre cobardes. Un partido amañado. Un tongo de manual.