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Tiempo eres y en polvo te convertirás: ‘Llévame a casa’, de Jesús Carrasco

Foto: IVÁN GIMÉNEZ/SEIX BARRAL

El autor de Intemperie y de La tierra que pisamos firma una novela sobre los pactos que hacen de un grupo humano vinculado por la sangre una familia, y de todo lo que esto conlleva

14/06/2021 - 

VALÈNCIA. El tiempo es la dimensión más cruel: la temporalidad, la condición que mejor define la existencia humana. Pensando en ello viene a la memoria —la memoria es parte de la experiencia humana del tiempo, una herramienta bastante imperfecta, falible, y esencial— una campaña publicitaria escalofriante que calculaba el tiempo que íbamos a pasar en adelante con nuestros seres queridos. De Ruavieja era. Ese tiempo que nos queda para disfrutar de ellos se mide en días. En pocos días. En su momento, allá por dos mil dieciocho, ya pareció un golpe excesivo para anunciar un licor. De hecho cuesta desde entonces olvidar este péndulo, que como en el relato de Poe, baja poco a poco marcando de forma aterradora el tiempo y desencadenando su consecuencia más clara. El tiempo no solo es la dimensión más cruel, sino de todas las que conocemos, mediante la experimentación y sobre el papel en el que se gestan las teorías de la física más especulativa, la que menos comprensible resulta: ¿existe el tiempo fuera de la percepción humana? En caso de existir, ¿los percibirían otros seres de este modo lineal tan dramático? El tiempo no se parece a nada: el futuro, ¿viene hacia nosotros, o vamos nosotros hacia él? El presente es incluso más confuso: ¿cuánto dura? ¿Cuánto mide? Según se dice, nuestra capacidad sensorial para gestionar los acontecimientos inmediatos, para recibirlos e interpretarlos, hace que vivamos siempre un poco en el pasado. Ahora mismo los que razonamos no es el ahora, sino el ahora hace unas fracciones de segundo. No está mal. Pero si en el ahora auténtico ocurriese una catástrofe definitiva, tan rápida como una explosión cósmica, este instante lo estaríamos viviendo en paz, ajenos a nuestra extinción.

El ser humano es esclavo del tiempo: todas nuestras relaciones dependen de él. La memoria, sin ir más lejos, es una de las herramientas que utilizamos para manejarlo. Pero la memoria no es siquiera una fotografía: la memoria es una interpretación que se almacena —con todo el sesgo que eso implica—, y que se reinterpreta y se almacena de nuevo cada vez que recurrimos a ella. Algo así como un juego del teléfono loco para un solo jugador. Con todo y con eso, es uno de los recursos clave gracias a los cuales el ser humano pudo salir de la oscuridad de la supervivencia más primitiva. Las familias, sobre todo, son sangre y memoria. Tiempo. Un tiempo que Jesús Carrasco mide en unidad-polvo en su brillante Llévame a casa, nueva novela publicada por Seix Barral que suma a su envidiable carrera tras Intemperie, llevada al cine por Benito Zambrano y merecedora de dos Goyas, y La tierra que pisamos. Dice Carrasco: “En el lugar donde estaba la copa ahora hay un cuadrado limpio de polvo. Eso, quizá, sea lo único que ha cambiado [...] Los relojes no deberían estar llenos de arena sino de polvo. Es el polvo lo que verdaderamente nos ayuda a entender el paso del tiempo. El polvo es un fenómeno tan consistente como la gravedad pero sin su prestigio científico, ni su Newton, ni su unidad en un museo de París. Si se sostiene un cuerpo a un metro del suelo y se suelta, cae. Si se deja pasar el tiempo y nada se toca ni se remueve, el polvo también cae. No se sabe dónde está, pero está. Se deposita en las superficies planas y también en las inclinadas [...] Metafóricamente, el polvo también se asienta en los silencios. Entre su padre y él había kilos de polvo”.

Llévame a casa parte de un retorno al hogar familiar, en un pueblo del interior de España, por los motivos por los que a partir de cierta edad se suele volver desde países extranjeros a los que se ha emigrado: episodios felices, a veces, y otras muchas veces, episodios trágicos. En este caso el protagonista vuelve para asistir al entierro de su padre, y para constatar que la distancia es algo más que kilómetros de tierra y mar entre un punto y otro. La distancia también es una dimensión cruel. El espacio-tiempo, el teatro de los mayores errores y suplicios. Pese a todo, Carrasco no plantea una lectura evidente de las consecuencias de las revelaciones de la historia: ¿debe uno sacrificarlo todo por el mandato de la sangre? ¿No debería, en lugar de eso, llegar al sacrificio por un camino allanado por el efecto del tiempo, de un tiempo que da pie a otro tiempo y después a otro tiempo de forma natural? La respuesta no es sencilla. En Llévame a casa sucede mucho, pero con la cadencia de lo cotidiano, un concepto denso como el plomo. En esta nueva historia de Carrasco el tiempo se sublima y se transmite con la extraordinaria precisión de las metáforas: “En un extremo, adosada a la pared, la pequeña oficina comunicada con la nave por una puerta y una ventana. Camina hacia ella y se asoma al interior. La mesa de chapa gris. Con su tablero de cristal, la silla acolchada y el carrito con la máquina de escribir. Papeles apilados, una estantería con archivadores, muestrarios de materiales, retales de maderas más nobles que las utilizadas para las puertas. Es una oficina de los ochenta en pleno dos mil diez, cuyos elementos permanecen conservados en una solución de polvo y luz veraniega”. El tiempo, inasible para el ser humano, es exactamente eso. El tiempo, que no se ve, se ve así. Con un rayo de luz que pasa a través de una ventana translúcida por el polvo para hacer visible un océano suspendido de motas de polvo, al que se le superpone un campo, en el sentido científico, de recuerdos: un padre es una manifestación temporal de ese campo que subyace a todo. Una madre, también.

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