VALÈNCIA. A lo largo de sus películas, Christopher Nolan nos ha ido desvelando su personalidad creativa como inventor de mundos imposibles basados en paradojas que ponen en evidencia la noción subjetiva de tiempo o en sueños que conectan con nuestros deseos y miedos más profundos. En Memento ya dejó entrever su faceta como demiurgo, como entidad todopoderosa que controla todos los hilos desde arriba, en El truco final se destapó como un experto ilusionista y en Origen como un arquitecto de las imágenes.
Su última obra, Tenet, sería un compendio abigarrado de todas sus cualidades y también de todos sus defectos. En definitiva, una confirmación para sus fans de que es un genio visionario y para sus detractores de que su megalomanía resulta irritante.
En cualquier caso, nos encontramos ante un autor que se ha esforzado en imprimir al blockbuster una marca autoral y que ha conseguido esquivar la dictadura del consumo rápido convirtiendo sus propuestas en un entretenimiento de lo más exigente en el que no hay lugar para la ironía. Parece como si desde el principio, su cine hubiera estado encaminado a introducir al espectador en una nueva manera de contar las historias, de manera que las leyes de la lógica a las que estamos acostumbrados dejan de tener sentido mientras nos adentramos en otra dimensión.
Su meticulosidad a la hora de elaborar sus guiones resulta casi enfermiza y eso en cierta manera los convierte en indescifrables, ya que resulta complicado acceder a sus más recónditos secretos. Tenet es, en ese sentido, una pieza de orfebrería refinadísima en la que encontramos montones de capas de significado, de niveles de comprensión y de piezas que poco a poco van encontrando su lugar en una trama que se avanza hacia delante y hacia atrás, como si obedeciera a un movimiento permanente entre dos direcciones, para completar un choque de realidades entre pasado, presente y futuro.
Nolan parece empeñado en descifrar la cuadratura del círculo a través de sus historias y quizás por eso en esta ocasión se haya basado en el Cuadrado Sator (en el que se puede leer tanto en horizontal como en vertical la palabra ‘Tenet’) para explicar el flujo temporal invertido que singulariza la película. También utiliza los conceptos de caos y de entropía como dos fuerzas antitéticas que construyen y destruyen al mismo tiempo. ¿Cómo plasmar todo eso en la pantalla? Solo una mente privilegiada como la suya podía orquestar semejante galimatías conceptual.
En realidad, el director quería hacer su particular película de espías, su James Bond deconstruido pasado por el filtro de la ciencia ficción más sofisticada y de hecho en las entrevistas ha citado La espía que me amó como una de sus referencias de cabecera. Intrigas internacionales, escenarios exóticos, lujo y glamour, villanos autoparódicos (Kenneth Branagh con acento ruso) y una femme fatale (Elizabeth Debiki), que en este caso es víctima de la violencia machista. Incluso hay un coqueteo con la buddy movie a través de la relación que se establece entre el protagonista (John David Washington) y su compañero de aventuras, el enigmático Neil (Robert Pattinson). Juntos emprenderán una carrera en forma de cuenta atrás para evitar el apocalipsis que nos llevará por una intrincada red de algoritmos narrativos.
Tenet reflexiona sobre el poder y el uso que se hace de él, de la perversión que provoca y de la capacidad del hombre para amar y aniquilar todo aquello que le rodea. En cualquier caso, el discurso de la película resulta tan hermético como su propia estructura, tan alambicada que por momentos es asfixiante. Incluso las set-pièces de acción requieren de una extrema concentración por parte del espectador ya que en ellas se esconden un sinfín de detalles reveladores, desde la portentosa apertura en la ópera hasta el despliegue final en clave bélica, pasando por la explosión de un avión 747 y una persecución de coches antológica. Cada acción va concatenándose como una apisonadora que bascula entre el virtuosismo y la aparatosidad al ritmo de la banda sonora con toques industriales de Ludwing Göransson (Black Panther).
De nuevo el Nolan cerebral se impone de manera aplastante. No deja respirar al espectador, lo satura hasta el extremo y eso por momentos agota. Sus personajes parecen constreñidos tras un muro de misterio. Pero como dice a modo de aviso la científica que interpreta Clémency Poséy, “no trates de entenderlo, siéntelo”. Y en ese sentido, Tenet es un espectáculo pantagruélico apabullante, en el que late la imaginación y el mayor de los desafíos, dejar al espectador sin palabras.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz