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Somos los responsables de los 'Crímenes del futuro' de Juan Soto Ivars

Poracción o por inacción, por voluntad o por desidia, sea como sea, las accionesde un presente pasado más cerca del telediario que de la distopía trajeron loslodos de esta historia de futuribles

21/05/2018 - 

VALÈNCIA. En la fábula hay una olla y una rana; luego la fábula se bifurca y se nos presentan dos escenarios: si ponemos a hervir el agua y en plena ebullición dejamos caer a la rana en el turbulento recipiente, esta siente la abrasión al instante, el peligro sacude su sistema nervioso, sus reflejos actúan, y el anfibio salta con vigor para ponerse a salvo fuera del caldero. Sin embargo, si introducimos a la rana en la olla estando el agua fría todavía y aumentamos la temperatura progresivamente, la rana se irá haciendo a la situación sin percibir el peligro hasta que este alcance la calidad de fatal y la rana, primero confusa y después incapacitada, sucumba a la revolución de las burbujas. Como pasa con todas las fábulas, quizás esta tampoco sea del todo exacta, quizás en la vida real la rana, ya escaldándose, trate de escapar en una última maniobra desesperada, pero poco importa, porque el mensaje está claro y no es necesario someter a ningún animal a tormento alguno solo por obtener conclusiones empíricas. La moraleja es evidente, y aun así, nos cocemos día a día.

Siguiendo con el paralelismo, el nuestro es un mundo de anuros, solo que a diferencia de la pobre rana del cuento, aquí el calor lo aplicamos nosotros sacando un anca de la olla en un ejercicio digno del más estrafalario de los suicidas. El punto de ebullición al que sabemos que nos dirigimos siempre parece lejano. Siempre se lo ha parecido a todos los que se han cocido a lo largo de las distintas épocas en que se ha desarrollado nuestra especie. Parecía lejana una nueva Gran Guerra en los felices años veinte, en Hiroshima la gente cumplía con sus rutinas podemos aventurar que con despreocupación, unos más que otros, seguro, y sin embargo la aviación avanzaba inexorable hacia el Enola Gay. Parecía lejana una nueva modalidad de terrorismo en España pero las células cancerosas ya comenzaban a hacer metástasis. Parecían lejanas las crisis, las preferentes y los desahucios, y nos parece lejano todo lo que vendrá y todavía no sabemos. Por supuesto, en materia de visión a distancia, no hay dos personas iguales, y siempre hay quien ve un poco más, o quien distingue la línea de la causalidad con mayor nitidez en el maremágnum de los acontecimientos. No es la primera vez que aparece por aquí: el Ozymandias de Watchmen se anticipaba a los cambios gracias a su inteligencia y a una pared de pantallas que reproducían incansablemente emisiones aleatorias. Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) hace lo que hace gracias a su inteligencia también, y en cierto modo, gracias a las pantallas en las que como ya casi todos, leerá o verá los hechos globales del día.


 

¿Es descabellado suponer un futuro indeterminado en el que en los colmados los precios de los productos más elementales se rijan en tiempo real por las fluctuaciones del mercado? ¿Podría tener un tendero una pantalla repleta de gráficas al lado de la báscula con la que pesa las patatas? ¿Podría hacerse con los tubérculos lo mismo que ya se hace con la luz? Ahí nos han cocido bien. Ivars, autor de la escena que acabamos de contemplar, ha considerado estas posibilidades y ha escrito a partir de ellas una novela, Crímenes del futuro (Candaya, 2018), que por su propia esencia, podría llamarse también Crímenes de siempre, porque al leerla uno no puede desembarazarse de una molesta sensación de esto ya lo he vivido, aunque preferiría no haberlo hecho. Este descalabro ya lo conozco. Ya sé en qué ríos de fango se convierten estos polvos que venden en televisión. No en vano, asegura Ivars: “Los crímenes del futuro son los que cometemos ahora. Ahora mismo tomamos decisiones, cometemos errores, votamos a partidos, desatendemos ciertos movimientos en los que podríamos implicarnos, y eso en el futuro tendrá consecuencias y lo pagarán otros. Así que los crímenes del futuro se cometen hoy. La calle Presidente Aznar es un crimen del futuro. Ya lo hemos cometido, ya no gobierna. La calle Margaret Thatcher es un crimen del futuro. Fue un crimen del futuro en aquella época que ahora estamos notando”.

En la novela preapocalíptica de Ivars, construida en tres episodios protagonizados por tres mujeres, Julia, Margarita y Pálida, visitamos un Madrid fragmentado dentro de un país fragmentado, que alberga sociedades fragmentadas compuestas por familias fragmentadas. Un Madrid herido de suburbios y favelas en las que se gesta una subversión necesaria, incluso obligatoria, eso sí, cuyas riendas no son fáciles de sostener. También tomaremos tierra en una isla si cabe más aislada de lo que podríamos esperar y emigraremos a un próspero Portugal que destila un parecido con la realidad que cuesta creer que sea fruto de la coincidencia, pese a que podría serlo, porque a Ivars le ha llevado ocho años concluir sus Crímenes del futuro, ocho años en los que debe haber sido testigo de cómo se cometían algunos de los crímenes que ya había previsto y escrito. Crímenes que como explica, vemos venir desde la indolencia: “¿Sabíamos que la burbuja inmobiliaria iba a reventar y que nos íbamos a ir a tomar por saco? Sí. ¿Hicimos algo? No. ¿Por qué? Porque nos daba pasta. ¿Sabíamos que una sociedad totalmente basada en un crédito que se daba, se partía en trozos en los bancos, que se repartía y que estaba basado en morosos que no iban a pagar nunca iba a reventarnos en la cara? Sí, lo sabíamos. ¿Por qué lo hacíamos? Porque nos daba pasta. ¿Sabíamos que romper el patrón oro que estaba detrás del dinero podía tener unas consecuencias que convirtieran la economía mundial en algo sumamente volátil e impredecible dispuesto para la salvaje avaricia de unos alquimistas que controlan las cifras y los ordenadores y saben cómo...? Sí, lo sabíamos. ¿Cuándo lo hemos pagado? En el futuro”.

Hay dos teorías respecto a cómo nos relacionamos con el futuro: una dice que vamos hacia él, otra, que viene hacia nosotros. En la primera, somos un tren de mercancías fuera de control que avanza y avanza sin librarse de la sospecha de que va a descarrilar. En la segunda, el mañana se aproxima haciéndonos luces, pero nosotros no nos salimos de la trayectoria de colisión, cegados como un conejo en la carretera, paralíticos como una rana en la olla, a la espera irresponsable de un apocalipsis verosímil.

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