VALÈNCIA. Aunque muchas veces algunos aludidos de acuerden de ellos para mal, los críticos musicales tenemos padres. El mío me mostró caminos posibles siendo él joven y yo pequeño. Fue una cuestión de instinto. De él he heredado mi buena relación con las palabras y otras cosas más que cuento a continuación.
Mi abuelo Manolo, el padre de mi padre, vivió de pequeño en la Malvarrosa. Un día vio a un hombre que colocaba su caballete en la arena y pintaba las escenas que la playa le ofrecía. Se acercó a él y contempló embelesado cómo trabajaba Joaquín Sorolla. Cuando volvió a casa su madre le regañó porque la arena y la humedad le estropeaban las alpargatas y no había dinero para comprar otras. A pesar de la reprimenda, desde ese día, cada vez que veía al pintor se colocaba tras él para verle trabajar, sin que le importaran las broncas y, seguramente, algún bofetón que le aguardaban al volver a casa. Él intuía que su sitio estaba allí, fijándose en lo que hacía el artista, deseoso de que aquella magia le envolviera a él también, porque el arte, tanto para quien lo disfruta como para quien lo crea, permite interpretar la realidad para poder escapar de ella.
Mi padre también quiso escapar de la realidad desde pequeño; la que le rodeó durante su infancia de posguerra fue desgarradora. No canta ni sabe tocar ningún instrumento, ni siquiera le interesa especialmente la música. Pero la primera estrella del rock de la que estuve cerca fue él. Posee ese tipo de carisma. Tiene la personalidad, el estilo y una manera de enfrentarse a la vida como para serlo. Un día apareció en casa con una camiseta como regalo de cumpleaños para mí. Era amarilla, como el submarino de los Beatles, y en el centro estaba el personaje de John Lennon tal cual había sido dibujado en dicha película. Yo cumplía nueve años y mi interés por los Beatles se reducía a su vertiente extramusical. Veía en televisión su serie de dibujos animados con el mismo interés que la de los Monkees o Los autos Locos. También tenía un submarino amarillo que había sacado Corgi Toys en mi colección de coches en miniatura. Ese era todo mi interés por los Beatles, una cuestión más estética que musical.
Llevé aquella camiseta con orgullo. Incluso me la pusieron para ir al colegio y ese día causé furor. Era un niño moderno y audaz, qué duda cabe. Ahí la influencia paterna ya se dejaba ver. La camiseta causaba sensación cuando me la ponía y así descubrí que me gustaba causar sensación en los demás, aunque solo fuese un rato. Una lástima que mi historia con ella terminara poco después del primer lavado. Mi madre la tendió en el terrado, que era donde se tendía en aquellos tiempos, en unos interminables cordones comunitarios. Y como la prenda era tan sensacional, algún vecino o vecina, al verla allí ondeando al viento, decidió quedársela. De ese modo concluyó la historia de mi camiseta amarilla de John Lennon. Nunca se la vimos a nadie puesta por los alrededores. Simplemente se esfumó. El submarino amarillo en miniatura tampoco lo conservo pero esto es por otro motivo, es por idiota, por no saber conservar las cosas que me unen al pasado.
Como ya he dicho, la primera estrella del rock que conocí fue mi padre. En esa percepción también influye el hecho de que los automóviles eran una de sus grandes pasiones. En cuanto pudo se hizo con un coche que llamara la atención, como mi camiseta. Los coches nunca me han impresionado en exceso, salvo los de Corgi en miniatura. En aquella época él conducía un Ford Capri II naranja con una franja negra central. Dentro había un montón de cartuchos o casetes. Tenía un poco de todo, desde Moncho a Tom Jones, y el Mediterráneo de Serrat, que me encantaba y me lo aprendí de memoria. Mi disco favorito de todos los que había dentro de aquel Ford Capri, el que me dejaba imantado era I Remember Yesterday de Donna Summer, sobre todo I Feel Love. Escucharla era como viajar a otro planeta.
Por aquel entonces veraneábamos en la Pobla de Farnals, Muchos de los viajes que hicimos allí tuvieron como fondo I Feel Love por petición mía. El ritmo repetitivo, las máquinas desplegando aquellos mantos de sonido celestial y la voz sexual de Donna Summers, insistiendo una y otra vez en que sentía amor. Son esos momentos en los que, sin saber exactamente qué pasa, te reconoces en algo aunque tardes algunos años en comprender exactamente el porqué. I Feel Love en el radiocasete de mi padre. No sé cuántas veces la escucharía, pero fueron docenas. Toda la familia oía I Feel Love por mi culpa. No entiendo cómo no tengo al menos cinco hermanos más. En la Pobla de Farnals. Teníamos como vecino a Bruno Lomas. Hace unos meses le pregunté a mi padre si se hizo amigo suyo por la música. No, me dijo. Congeniaron porque a los dos les encantaban los coches. Los coches y sentirse estrellas de rock.
En la foto histórica que he elegido para ilustrar este artículo aparecemos mi padre y yo. Debe de estar tomada alrededor de 1965, antes de que Velvet Underground se encontraran con Andy Warhol, antes de que Patti Smith se trasladara a Nueva York y de que David Bowie grabara su primera canción. Antes de muchas cosas. En la imagen ambos estamos pendientes de algo que ha quedado fuera del encuadre. Sea lo que sea, lo contemplamos con diferente grado de expectación y no es solo una cuestión de edad ni de experiencia. En esa imagen, mi padre, que parece un actor de cine italiano, todavía no ha adquirido el porte de rock star que le acabarían dando los años. Yo estoy un poco borroso, como todos los niños. Soy un bulto regordete con pantalón tirolés, entusiasmado ante algo que ahora mismo es invisible. Los dos estamos pendientes de algo, pero de maneras distintas. Compartimos un plano, un espacio físico y nos defendemos en él como podemos. Estamos en esa terraza soleada, rodeados de tiestos. Yo parezco decidido, él está algo pensativo. ¿Qué observamos? No lo sé. Puede que a Sorolla pintando.