Juzgamos con mejor o peor criterio -con menor o mayor mala baba- la puesta en escena de un grupo, el sonido de un disco o el grado de acierto de su último giro estético. Pero, ¿acaso no debemos estar también sujetos a crítica nosotros, los que formamos parte del público?
VALÈNCIA. Este año se ha cumplido medio siglo de la celebración del macroevento musical más legendario de la historia. Tuvo lugar en Woodstock en 1969 y cifró su éxito en la impresionante nómina de artistas que desfilaron aquel fin de semana de agosto por la granja de Bethel (Nueva York), y a su no menos desbordante poder de convocatoria. En lugar de los 50.000 asistentes que habían previsto los organizadores, se presentaron en el recinto cerca de 400.000 personas, muy pocas de las cuales tuvieron la oportunidad de escuchar una sola canción. Tal y como recuerdan multitud de crónicas, el primer macrofestival de la historia fue en realidad un caos absoluto. Tres días de vertiginoso paseo por el desfiladero que separa la hecatombe del paraíso terrenal. Deficientes equipos de sonido -muy punteros para la época, pero del todo insuficientes para el reto que suponía el evento-, ausencia de previsión ante las condiciones meteorológicas, ineptitud a la hora de gestionar aforos, falta de comida…
Cincuenta años después, en esta edad adulta de la cultura de festivales, resulta fácil comprender que muchos de los desastres que sucedieron en Woodstock se debían a que los impulsores de la iniciativa carecían de referencias en las que apoyarse. Estaban creando algo nuevo. Del mismo modo, hablamos también de una fase incipiente de la cultura rock, en la que el público también estaba un poco “verde”. A muchos ni se les pasaba por la cabeza la conveniencia de levantar el trasero del suelo para acercarse al escenario, y parece que ya por entonces la fiesta y el placer de revolcarse por el suelo era más importante que la música para una gran parte de los asistentes. (Una prueba de ello podría ser el dato leído hace unas semanas en el diario Time, según el cual la mítica actuación de Jimi Hendrix con la que se clausuró aquel acontecimiento histórico en realidad solo fue seguida por 25.000 personas).
Afortunadamente no existe un decálogo oficial sobre las normas que definen a un buen asiste de conciertos -eso sería horrible y muy poco seductor, la verdad-, pero sí podemos hacer un esfuerzo por analizar cómo podríamos disfrutar más de la música en directo… sin molestar a los demás.
Sería exagerado considerarlo una epidemia, y un completo error achacarlo al déficit de atención derivado de nuestro enganche a los móviles. La costumbre de presentarse a un concierto y darle al pico en directa competición de decibelios con lo que sea que ocurra sobre el escenario no es nueva, ni endémica de nuestra región geográfica, ni tiene visos de desaparecer. Casi todos hemos vivido alguna situación incómoda en la que el señor con la guitarra y el micrófono sale abruptamente de su fingida indiferencia para gritarle a alguien del público que cierre la maldita boca. La mayor parte de las veces, sin embargo, el músico engulle su frustración y tira hacia adelante haciendo acopio de dignidad y resignación.
Lejos de la solemnidad y silencio por todos asumido cuando asistimos a un espectáculo de teatro o a un recital de música clásica, en un concierto de rock (entiéndase en su sentido más amplio) caben muchas más cosas. La experiencia implica la intervención espontánea del público. Son bienvenidos los aplausos y comentarios a media canción con el colega del lado, los aullidos, las explosiones de júbilo… Dependiendo del contexto musical en el que nos encontremos, son del todo razonables las ensaladas de empujones, pisotones, pogos, molinillos humanos y saltos suicidas desde el escenario que aterrizan sobre la alfombra de cabezas del público sin pedir permiso a nadie. Si te escandalizas o te enfadas ante estas escenas durante un concierto de hardcore punk es síntoma inequívoco de que estás fuera de lugar. Porque la realidad es que detrás de esa aparente atmósfera de hostilidad, por lo general no hay más que una peculiar forma de camaradería.
Por todo ello, el debate sobre las molestas chácharas a pie de escenario resulta inevitablemente resbaladizo. Aquí no nos queda más remedio que apelar al sentido común. Podríamos convenir que una línea roja sería aquel momento en el que tus comentarios sobre lo que te ha gustado la cena desmoralizan al señor o la señora subida al escenario con su guitarra acústica, o cuando impiden que tu vecino escuche el concierto que sí le interesa, y por el que probablemente haya pagado una entrada. Hay que hacer notar que la proliferación de conciertos de entrada gratuita no ayuda especialmente a resolver este problema.
Es un tema de discusión recurrente, pero que conviene mantener vigente. El circuito de salas es el verdadero termómetro del estado de salud de la escena musical de una ciudad; son espacios con mejores condiciones de sonido, donde se gestan los grandes grupos cuando todavía nadie los conoce, y donde las bandas tienen la oportunidad de presentar su repertorio de forma más extensa y fidedigna. Las salas son además la prueba de reválida de muchos grupos que parecen reunir masas en los festivales, pero cuyo poder de convocatoria se pincha como un suflé cuando toca pagar por verles en una sala cerrada en pleno invierno.
De nuevo, el doble envite de los festivales y la lógica y feroz competencia de los conciertos gratuitos en localizaciones idílicas de la ciudad -¡ninguno nos resistimos a eso!- explican por qué cada vez las noches en las salas huelen más a incertidumbre y sumen a sus propietarios en la sensación de que participan en un juego con las cartas trucadas. A pesar de todo, en València todavía contamos con propietarios inasequibles al desaliento, que siguen defendiendo cada temporada una nutrida agenda de conciertos a la que todos deberíamos sacar más partido.
… Sobre todo porque vivimos en una ciudad que muchas veces solo puede aspirar a recibir de lunes a jueves a los artistas internacionales que están de gira por España (la lógica demográfica hace que Madrid y Barcelona sean ciudades más jugosas para los viernes y los sábados). Tenemos este mismo mes buenos ejemplos de conciertos interesantes en días laborables. Esta noche actúan en El Loco los estadounidenses Mystic Braves, una de las bandas de referencia del revival garage y el rock psicodélico de los últimos años. Jóvenes, con un directo muy fresco y cuatro álbumes a sus espaldas. Por otra parte, el 25 de septiembre, la sala 16 Toneladas ha urdido una noche impecable para los amantes del heavy metal y el hard rock; el vocalista Jeff Scott Solo, que desde principios de los años ochenta ha formado parte de bandas como Journey y Yngwie Malmsteen, presentará en València su último disco, precedido de las actuaciones de otros dos grupos de calado internacional: los alemanes Big Clyde y los suecos JD Miller.
Pensar que una banda que abre para otra carece de interés es una presunción de necios. No importa que su círculo de fans se reduzca a madres y colegas de clase. Se merecen una oportunidad; unos minutos de atención. Porque sin curiosidad por lo desconocido, solo nos queda la pose y el burdo seguidismo.
Tocar delante de una audiencia que sabes que ha acudido a la cita para escuchar a otro grupo puede ser una oportunidad o una experiencia lamentable. Actuar ante una sala desangelada o ante una turba de ojos indiferentes curte bastante, desde luego, pero deduzco que también toca un poco las narices. Sírvanos como ejemplo el concierto del 7 de septiembre de 2018 organizado por Sona la Dipu en Moncada. Tenía como cabeza de cartel a Antonio Orozco -y Mueveloreina-, y como “teloneros” a las tres bandas valencianas que participaban en el concurso. Ni que decir tiene que el 90% de los seguidores del cantante catalán no entendían, ni querían entender, la propuesta musical de Tin Robots, The Seafood Special o Mr. Perfumme. Conforme se iba acercando el turno de Orozco, las interrupciones, los silencios hostiles e incluso los abucheos (¿?) -que los grupos sobrellevaron con arrestos y sentido del humor- dejaron patente un nivel medio de sensibilidad musical equivalente al de una bandeja de poliuretano.
Es lo que los cursis y los coachers llaman “salir de tu zona de confort”. Directamente relacionado con el anterior punto. Más curiosidad sana y menos prejuicios.
Última idea, pero no menos importante. Grabar un disco es infinitamente más barato y sencillo ahora que hace cuarenta años, pero sigue siendo un objeto sobre el que se han decantado muchas ilusiones y horas de trabajo. Los discos son además el mejor portavoz de las intenciones de un grupo, y una fuente de ingresos que las bandas necesitan. No se me ocurre mejor manera de culminar una noche de concierto que haciendo amigos y compras en la mesa de merchandising.
Los conciertos de este fin de semana mantendrán el formato que han tenido hasta ahora ante la imposibilidad de interpretar el nuevo decreto a su contexto