Ayer se celebró en la televisión pública autonómica, À Punt, el último de los debates de los candidatos a la presidencia de la Generalitat Valenciana. Tras el espeso debate de la Cadena Ser y el encorsetado que vivimos en Televisión Española, hay que decir que ayer la cosa mejoró sustancialmente. O igual es que lo vi después de tragarme el mitin de Vox, y claro, cualquier cosa que viniera después, por comparación, tendría que brillar con luz propia.
El debate que cerró, en términos televisivos, la extraña campaña que hemos vivido fue, posiblemente, el más canónico de todos. Hemos tenido debates chapoteando en el barro, debates enlatados sin interacción, debates aburridos, soporíferos, ... El de ayer fue, simplemente, un debate normal. Los candidatos, sin estridencias, pero también sin limitarse a soltar cada uno su rollo y desentenderse, explicaron sus propuestas. Y hay que decir que este tipo de debates, por atípicos, por poco espectaculares, poco La Sexta Noche aplicando el modelo Sálvame a la política y haciendo "más periodismo" a gritos, pueden saber a poco, inicialmente. Pero al menos son inteligibles y sabemos dónde está cada candidato; en qué papel está, como mínimo.
Churchill (en una cita real, no como la de los fascistas convertidos en antifascistas) decía que la democracia era ese sistema político en el que si alguien llamaba a la puerta a las seis de la mañana, probablemente sería el lechero. Lo decía en contraposición a las desagradables sorpresas que uno puede encontrarse en una dictadura o una situación de anarquía o revolucionaria.
En estas semanas, cada vez que veía un debate, o bien venía una especie de macarra de discoteca a decirme que quería ser el presidente de las familias y los autónomos mientras sacaba estampitas, interrumpía a todo el mundo y decía "no me interrumpan"; o bien teníamos una letanía progresivamente más y más aburrida de monólogos de los que te suelta un mal vendedor. De todo, menos normalidad. Pues bien: ayer vino el lechero, albricias y aleluya; por fin tuvimos normalidad. Sin grandes alharacas, sin que la cosa fuese trepidante, pero al menos fue lo que cabría esperar, que ya es mucho.
Como contribución a este sabor vintage del debate, À Punt, con el mismo formato del debate del miércoles (pero algo más de tiempo para los candidatos), dividió la discusión en cinco bloques que harían las delicias de un profesor de Universidad sueco con coderas mientras lee su sesudo diario socialdemócrata y paga gustosamente un 60% de impuestos en pro de la vertebración social: Economía, Medio ambiente, Financiación, Políticas sociales, Educación.
La moderadora también mejoró sensiblemente su desempeño en el debate. Llevó muy bien la gestión de los tiempos y evitó en lo posible esos cortes bruscos a los candidatos que vimos el día anterior.
Hubo tres perfiles institucionales en el debate, y dos animadores: los primeros fueron Mónica Oltra y Ximo Puig, bien perfilados como tándem defensor del Botànic, sin cruzarse -como en los otros dos debates- ni un amago de crítica. Nadie diría, a juzgar por el debate, que Oltra y Puig pertenecen a partidos políticos distintos, ni mucho menos que este miniadelanto electoral provocó un enfriamiento de las relaciones entre PSPV y Compromís. Ambos funcionan aquí como albaceas de un mismo proyecto: el Botànic. Y claramente la cosa se dirige hacia un Botànic 2, si de ellos depende. Correctos y sin estridencias, pero sin duda mejor que en el anterior debate, donde aparecieron ambos un tanto desdibujados.
Isabel Bonig trata de mantener un perfil institucional y elabora críticas bien trabajadas a la gestión del Botànic, pero se encontró dos problemas. El primero viene de serie: la herencia recibida, que no es precisamente la de Zapatero, que tanto invoca, sino la del PP. Ser la líder del PP valenciano posterior a Zaplana, Camps y Fabra (bueno, a Fabra tampoco vamos a echarle las culpas) es una losa que no ha logrado sacudirse en estos años, por más que haga acto de contrición. Elabora cualquier crítica de gestión y es muy fácil apabullarla con datos contrarios, y peores, que afectan a su partido. Busca disensiones con el Gobierno de Madrid y la falta de eficacia de Puig y Oltra para hacerse oír (una crítica totalmente veraz) y, claro, es demasiado fácil citar los siete años de Rajoy en el Gobierno, durante los cuales no hizo absolutamente nada para solucionar el problema de la financiación, que abarca el tercer bloque del debate.
El segundo problema de Bonig, que lo ha tenido en los tres debates, se llama Toni Cantó. El candidato de Ciudadanos se prepara bien los debates, sabe cómo exponer sus críticas, con vehemencia, pero con mucha más moderación que en los mítines o en otras declaraciones a los medios de comunicación. Como Cantó, en términos de gestión, no tiene pasado, puede permitirse alternar críticas a Bonig y a los miembros del pacto del Botànic. Y, además, lo hace con consumada habilidad, desmintiendo la primera impresión que muchos tuvimos: que su desapego por los problemas valencianos quedaría evidenciado como una clara carencia en la campaña electoral. Cantó ha sido, de hecho, el principal animador de la campaña electoral, tanto en los debates como fuera de ellos (con iniciativas curiosas, como el barracón fake, y en ocasiones deleznables, como la falla que compara a sus rivales con insectos).
El otro animador del debate, Rubén Martínez Dalmau, ha crecido a ojos vista como candidato desde que fue elegido en noviembre. En los últimos dos debates le hemos visto progresivamente más cómodo y natural, y se ha permitido hacer varios juegos de palabras e interpelaciones a los dos candidatos de la derecha, con las manos más libres que sus compañeros de Botànic, que también gobiernan, y posiblemente por ello se vean más constreñidos para atacar (porque ante todo tienen que defender). Dalmau se dedicó a señalar la incongruencia de que Cantó criticase tanto al PP y estuviera dispuesto a pactar con él para gobernar, o que ambos partidos tengan este aparente baile de fichajes de tránsfugas en plena campaña electoral.
El punto álgido del debate llegó, desde mi punto de vista, en el tercer bloque, con el análisis de la financiación autonómica. Este es un tema recurrente de los políticos y la política valenciana, con manifestaciones multitudinarias en Valencia y actos reivindicativos en Madrid incluidos. De recordado éxito, por lo inexistente, como todo lo que se ha intentado con la financiación en estos últimos cuatro años (y antes también, claro).
Así que el terreno estaba abonado para que se pusiera una medalla quien ya había dejado establecido desde el principio que carecía de pasado en gestión, y de responsabilidades: Toni Cantó, de Ciudadanos, que acusó a PP y PSOE de no haber arreglado el problema y a Oltra de regalar sus votos en Madrid para nada. También tenía para Dalmau, a quien puso en la siempre poco lucida posición de defender el sistema del cupo vasconavarro "porque está en la Constitución", un argumento muy caro a Ciudadanos, por otra parte. Cantó se gustó preguntando, una y otra vez, por qué teníamos que aceptar los valencianos que en el País Vasco gestionen el triple de recursos para los servicios públicos de que disfrutan los ciudadanos.
Lo mejor del asunto es que nadie -salvo Dalmau- le recordó a Cantó el pacto de Ciudadanos con UPN en Navarra (que, inevitablemente, supone el primer paso de este partido hacia aceptar el cupo "porque está en la Constitución"), ni la siempre recomendable entrevista a la candidata del partido por Valencia en las Elecciones Generales, María Muñoz, en la que explicaba cómo los valencianos tenemos la culpa de la infrafinanciación, y que el Estado sus motivos tendrá.
No se puede estar en todo, pero todos estuvieron, al menos ayer, bastante bien. Un debate digno.