Cada vez lee menos gente. Se publica mucho pero se lee poco en España. Los lectores son una minoría menguante y amenazada en la que algunos aún militamos con orgullo y coraje. Por eso son de agradecer películas como ‘La librería’ de Isabel Coixet, un testimonio de amor y gratitud a la cultura impresa
Este artículo se iba a llamar Del amor a los libros pero acabó con el título que has leído más arriba. Un artículo es una criatura viva y rebelde. Desde que lo concibes y hasta que lo escribes, el texto se desvía con frecuencia del plan previsto. Escribes una versión, casi siempre manuscrita, y luego la modificas una y otra vez hasta la fecha de entrega, que es tu severo límite. Cuando lo envías a la Redacción nunca estás satisfecho del resultado final; siempre piensas que podías haberlo hecho mejor. No existe el artículo perfecto. Una columna periodística es siempre un edificio sin rematar.
Como puede deducirse, este artículo va de libros, un invento de tal perfección que se ha enfrentado a toda clase de amenazas y ha salido victorioso de todas ellas. Ahora, sin embargo, el enemigo es el más poderoso de cuantos ha tenido. Combatir contra las nuevas tecnologías y las empresas que las sostienen, contra la abulia que fomentan entre todos, especialmente entre los adolescentes y los jóvenes, es una batalla perdida de antemano.
Mientras el libro entona su canto de cisne, algo que puede llevar algunas décadas, son bienvenidos los testimonios de gratitud y amor a la letra impresa. Hace dos fines de semana, en una de mis visitas fugaces a València, vi la última película de Isabel Coixet, La librería, en un cine del centro. Era la primera sesión de un sábado. La sala, para mi sorpresa, registraba una buena entrada: dos terceras partes de los asientos ocupados. El público estaba formado, en su mayoría, por personas que peinaban muchas canas y años, el que aún se puede permitir pagar los nueve euros de la entrada.
Luchar contra las nuevas tecnologías y las empresas que las sostienen, contra la abulia que fomentan entre nosotros, es una batalla perdida para el libro
Me gustó la película de la Coixet, basada en la novela homónima de Penelope Fitzgerald. La directora catalana me había defraudado en sus últimos trabajos —aunque no tanto como Almodóvar—, pero el grato recuerdo de películas como Cosas que nunca te dije y A los que aman, pertenecientes a los inicios de su filmografía, me animó a arriesgarme con su último estreno. Cuesta entrar en la película porque es lenta. Es la historia de una mujer viuda que se obstina en abrir una librería en un pequeño pueblo inglés a finales de los años cincuenta, un pueblo donde la lectura despierta el mismo interés que entre los colaboradores de Sálvame. Al final la protagonista consigue abrirla pese al rechazo de las fuerzas vivas del lugar.
La librería está hecha con la sensibilidad y delicadeza de una persona que ama los libros en un ambiente hostil. La indiferencia y el rechazo sufridos por la protagonista cobran vigencia en nuestros días cuando, a pesar de publicarse tantos libros, la lectura se va convirtiendo en la pintoresca afición de una minoría menguante en la que algunos aún militamos con orgullo y coraje. Como se afirma en la película, un libro es una casa en la que habitamos. Añadiría algo más: para algunos es nuestro último refugio frente a un mundo en el que nos sentimos inermes, a la intemperie, cada vez más amenazados por la estulticia de las multitudes.
Los libros me han proporcionado las mayores alegrías de esta vida. Me han dado mucho más de lo que yo les he devuelto. No sé si me han hecho feliz —a fin de cuentas un buen libro te enseña el peso de tu dolor y los límites de tu esperanza—, pero estoy convencido de que me han ayudado a conocerme mejor. Y así, gracias a estos compañeros generosos, me he podido defender de las inclemencias diarias.
Las librerías han sido mi segunda casa. Da igual que fuesen de novedades o de lance. En ellas siempre me he sentido acompañado. Doy las gracias a París Valencia, Bartleby, Soriano y Leo en Valencia; a la Popular y Circus en Albacete; a Santos Ochoa en Logroño; a la Antonio Machado, Visor, La Central y la Casa del Libro en Madrid; a Ulises en Benidorm, a Follas Novas en Santiago de Compostela y a tantas otras que no citaré para no cansarte, apreciado lector.
Prueba de esta devoción por los libros y las librerías es que empieza a faltar espacio en mi casa para más volúmenes. Estoy orgulloso de una biblioteca amasada con perseverancia y esmero, semana tras semana, desde hace más de treinta años. Cuando yo muera, mis libros se perderán, como todo acaba perdiéndose, olvidándose. Puede que terminen en el vertedero de Dos Aguas. Pero me gustaría llevarme algunos a la tumba y ser amortajado con los Ensayos de Montaigne, los versos de Juan Ramón y las andanzas de don Quijote. Polvo seré mas polvo ilustrado.
Aquí debería haber concluido este artículo, pero acabo de conocer la muerte de un extraordinario lector, el niño paraguayo Rubén Darío Ávalos, fallecido en Sevilla antes de cumplir los trece años, Víctima de una rara enfermedad, Rubén se refugió en la lectura de los libros. Leía a Borges, a Sábato, a Conan Doyle, a Defoe. Leía lo que algunos adultos no hemos leído. Escribió cuatro libros de cuentos y una novela histórica. Fue un primor de ser humano. Allí donde esté, lo imagino riéndose mientras pasa las páginas de La isla del tesoro. En su recuerdo y en el de otros niños que nos dejaron con tantas lecturas pendientes, vayan estas líneas escritas con torpeza pero con sincero cariño.