Que levante la mano el que no haya realizado una visita virtual a la antigua casa de la exalcaldesa deValencia, Rita Barbera, ahora en venta. Nos va el morbo, pero no sé si somos del todo conscientes de que todos nuestros recuerdos acabarán un día en el olvido
Somos una sociedad muy morbosa. Sólo hay que comprobarlo a través de esas secciones que ofrecen los diarios digitales y tan de moda para algunos: lo más leído, lo más votado. Allí triunfa a diario el puro morbo. Y si está algo subido de tono y es escabroso o sexual, aún más. Es lo que nos va. Saber de los otros es lo que nos gusta. Entrar en sus vidas, todavía más. Seríamos buenas cobayas para Paulo Coelho, Oliver Sacks -si aún viviera- o Jorge Bucay. Somos buen ejemplo de la banalidad social y política que nos invade, espuma de un escaparate virtual.
Sin embargo, por muy importantes e indispensables que nos creamos, nuestros recuerdos acabarán desperdigados en algún desván, un rastro, un almacén, un vertedero o una tienda de segunda mano. Acoplados a otras vidas para que el círculo nunca pueda completarse. La vida es así de cruel y triste. O sorprendente. Por ejemplo, seguimos pagando después de muertos, pero será por el olvido. Busquen y verán cuántos ayuntamientos de este país amenazan instalando pegatinas en los nichos sobre el inmediato desalojo de su contenido por impago de las tasas correspondientes. ¡Y cuántos impagos se producen después de la advertencia! O sea, se lo regalo al fisco o a la autoridad correspondiente, estilo berlangiano. Ya lo dice hasta el refrán que utilizamos para reírnos de nosotros mismos: el vivo al bollo y el muerto al hoyo. Pero el consistorio correspondiente a lo suyo: recaudar.
Cuento esto porque esta semana he vivido, leído y sufrido ciertas experiencias, ya no sé si inexplicables o aclaradoras. Soy uno de esos que en las televisiones modernas llaman “caza tesoros”. Me gusta recorrer zocos, almonedas y cualquier espacio donde sepa que hay trastos viejos. Lo hago en busca de recuerdos que se acoplen a mi universo patrimonial y visual. Soy capaz de aparecer con una primera edición de La Barraca de Blasco Ibáñez que con un nivel de madera de los años cincuenta, una vieja máquina de escribir o una plancha de hierro. Por coleccionar lo hago hasta de esas tarjetas de contactos que se depositan en las ventanillas de los vehículos y de las que ya poseo más de un millar. No extraigan conclusiones ligeras, por favor.
Estos días, un próximo que tiene una de esas tiendas donde nos volvemos más locos los que estamos un poco tocados de la cabeza por lo vintage me ha enseñado una de sus últimas adquisiciones: todo el patrimonio posible de vender al menudeo de un general franquista cuya caja fuerte -una verdadera y preciosa reliquia- fue reventada por sus familiares en pleno reparto de la herencia. En ella encontraron relojes, cartas militares, monedas y hasta lingotes de oro. Me cuenta que la familia quería acabar con el asunto rápidamente. Así que por una pequeña cantidad de dinero despejaron gran parte de su patrimonio. A la familia sólo le interesaba lo sustancial, el cash.
Entre el botín genérico se encontraban numerosos trajes de militar, condecoraciones, juguetes, colecciones de abanicos, carteles de espectáculos de comienzos de siglo, fetiches de imprenta, obras de arte, muebles de época, recuerdos y objetos del Régimen…Todo lo que ustedes quieran añadir y él pudo almacenar en vida. A los herederos ya no les servía.
Esta misma semana también he tenido que acompañar a un familiar para que le tasaran todo lo que un empresario de hostelería dejó en un restaurante que mi conocido ha decidido convertir en otro negocio. Ni les cuento lo que allí había y cómo fue la negociación. Se lo habían dejado para poder huir a la carrera sin bultos innecesarios. No era un barecito, no. El submundo del trapicheo es, la verdad, increíble.
No somos nada. Ni tenemos, en realidad, nada. Todo es nuestro momentáneamente. Hasta que desaparecemos. Y si queremos fastidiar con más papeleo lo donamos a la Generalitat que, por ejemplo, acaba de heredar una habitación de hotel, un panteón, 270 viviendas, acciones… Menudo marrón judicial si le sale alguien con ganas de reclamar en plan Algarrobico, teatro romano o solar de Jesuitas.
El hijo de un importante filántropo valenciano, coleccionista de libros y cuadros, confesaba que su padre siempre reservaba una fecha a la semana para salir a recoger todo lo que había comprado por teléfono a su red de contactos. Era el mismo día que su mujer se desplazaba al mercado. Él tenía controlados los horarios de su pareja. Así que aprovechaba ese tiempo. Raudo salía, recogía y guardaba en armarios. Sin embargo, cuando su esposa regresaba él “continuaba” sentado en su sillón leyendo o escuchando ópera. Por suerte sus fondos están repartidos en diversas instituciones valencianas.
Contaba esto porque seremos acumuladores, pero también morbosos. Hace unos días saltaba a la prensa la noticia de que el piso donde la ex alcaldesa de Valencia Rita Barbera vivió durante los últimos años ha salido a la venta por algo más de 800.000 euros. Puro marketing muy bien diseñado. En apenas unas horas, muy pocas, se había convertido en lo más leído de todos los diarios digitales. En algunos ofrecían hasta un desplegable de imágenes. Un piso absolutamente ya vacío, sin recuerdos personales, pero que despertaba en nuestro interior todo tipo de preguntas, observaciones, deducciones, hipótesis... Antes de adjudicarlo enviaría un grupo de expertos en cacofonías a ver si pillan algo interesante.
De hecho y créanlo, en la pasada Feria del Libro de Ocasión, apenas pocos meses después de su muerte, un librero me ofreció cuadros, libros, dedicatorias, diarios extranjeros y artículos enmarcados con su nombre; objetos y otros supuestos documentos presuntamente de la propia Barberá. Una forma de vaciar memoria y estancias. Mi amigo Juan Vicente Sánchez, Catedrático de Fisiología de la UJI, fue testigo por si quedaran dudas. Tardaron poco en salir al mercado
Coincidía la noticia de la venta del piso con la subasta de dos Ferrarí del rey Juan Carlos adjudicados por Hacienda en algo más de 400.000 euros. Habían sido regalados por un emir y donados por el emérito a Patrimonio del Estado. Son sólo dos ejemplos inmediatos y coincidentes de las incongruencias de una sociedad occidental que construye castillos en torno al individuo y luego dejamos caer. Nos conducen a pensar que, en el fondo, uno en tránsito es lo de menos.
Sociedad de consumo, sociedad acumuladora, sociedad de sueños y esperanzas, Sociedad e individuos olvidados salvo en la memoria pero forjados en recuerdos de otros que un día y durante un tiempo simplemente hacemos propios.
Ahora imaginen dónde acabará el patrimonio de Trump pese a su poder y riqueza, o el de Merkel pese a su austeridad. Repartido o subastado por sus herederos con fines de todo tipo, como sucedió con los de Jackie Kennedy, Marilyn, Iturbi, Warhol, Bacon y otros miles y millones de nombres anónimos. Eso sí, previa comisión correspondiente. Ahora piensen dónde acabarán sus recuerdos. Pero antes, observen su alrededor. Disfruten de la felicidad que ese objeto aporta mientras alguien de su entorno recuerda su inutilidad.
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